martes, 10 de septiembre de 2013

Compromiso… respeto…. Lealtad…

Estas palabras y algunas más que creo que pocos saben ya reconocer como una práctica real, más allá de su sentido semántico, significan en cambio, un pilar importantísimo en la enseñanza tradicional de una escuela de artes marciales.

      Esto es lo que, al menos en éste ámbito, debería ser, aunque ya también aquí, en las escuelas, estas palabras y conceptos se van diluyendo poco a poco. La sociedad de consumo, materialista en extremo, ha invadido también estos espacios diáfanos, uniéndose en muchos casos al mercantilismo imperante en nuestra sociedad.

      Así nos encontramos que se hacen gestos representativos de esas acciones de la mente; Se realizan saludos sin sentido y sin sentirlo. Se gestualizan emociones y sentimientos como parte de un ritual tradicional que ni comprendemos ni nos interesa en el fondo. Parece que todo esto es anacrónico; Que pertenece a un pasado lejano.  Y así vamos perdiendo valores.

      Observo como los estudiantes más jóvenes de la escuela, llegan reiteradamente tarde a las clases, sin que sus responsables –los progenitores- se inmuten lo más mínimo. Pero en cambio ‘exigen’ que les enseñemos disciplina, respeto y atención a sus vástagos. Llegan a las clases tarde, mal uniformados y en ocasiones sin saber ni muy bien a donde vienen. Y tras un esfuerzo, se marchan llenos de cierta alegría, de trabajo realizado, para encontrarse de nuevo inmersos en situaciones donde los valores aprendidos durante unos minutos, se pierden en la bruma de la ignorancia. Esas semillas que muchos profesores y maestros implantamos en esa tierra, no puede dar frutos, ni apenas brotar del suelo, pues en ese mundo exterior, no se valoran.

      Y en las clases de los más adultos, cada vez se ve con más frecuencia la falta de atención en vestir el uniforme correcto o cuando menos completo. La tarea de vestirse antes de la clase, del entrenamiento, que de alguna manera ya es una preparación mental al mismo, se está relegando a un término casi insignificante, nulo. Ya solo es llegar, cambiarse de ropa y entrar a la sala. No existe ese espacio de tiempo previo, que puede y debe servir de reflexión, de centrar nuestra mente en lo que vamos a hacer. El mero hecho de ajustarse las calcetas, con sus cordones, a veces incómodos, ya supone centrar la mente en algo concreto. Pero estamos poco a poco trasladando la desatención continua y cotidiana, a las clases, donde paradójicamente tratamos de volver a recuperarla. Un doble esfuerzo, en ocasiones hecho en vano.

      Asistimos a una cierta desidia generalizada, donde delegamos nuestras funciones y responsabilidades en los demás, pero exigimos a cambio muchas cosas, sin haber puesto el esfuerzo adecuado en ello. El compromiso –o la falta del mismo- se ha convertido, además de en un mal hábito, en una incoherencia absoluta entre lo que buscamos, queremos conseguir (y por lo tanto manifestamos y pensamos) y lo que hacemos para conseguirlo, que muchas veces va en direcciones opuestas.

      El compromiso debe ser siempre primero contigo mismo, con tus ideas, tus acciones y la relación que existe entre ambas. Luego sin duda con tu entorno; Adquirir un compromiso es algo inherente a la condición humana, al espíritu de colaboración, de hacer que las cosas funcionen entre todos. Y hacerlo con tu Maestro, con tu escuela o estilo, marcará tu progreso futuro. Ese compromiso te envolverá como una seña de identidad que te une a lo que supuestamente te gusta y por lo que estás ahí, entrenando y aprendiendo. La falta de compromiso denota otra incoherencia de nuestra mente y corazón, que nos sitúa en un lugar poco fiable frente a los demás.

      Las relaciones entre profesores y estudiantes, se quedan en meras relaciones mercantiles, es decir; Pagamos por unos ‘servicios de enseñanza’ por días, horas o meses y poco más. Poco se comprende de lo que hay detrás de esto. Pensamos que pagamos por unas clases, igual que si lo hiciéramos por clases de aerobic o pesas; Asisto a las clases y pago por ellas. No hay nada más.

      En las escuelas de Kung-fu tradicional, tratamos de formar a personas en cuerpo y mente y eso no se queda en una mera palabra o frase bonita. El sentido profundo de los conceptos filosóficos debe estar impregnado en cada acción y cada palabra que salga del maestro. Y los estudiantes deben estar alerta para poder captarlos, para nutrir así su espíritu y formar y re-educar su mente.

      Mostrar respeto por lo que hacemos, por quien nos enseña y por lo que nos es enseñado, es una faceta que, al fin y al cabo, acabaremos encontrando en la vida cotidiana de múltiples formas. La sociedad, en el fondo se sustenta en las relaciones humanas y éstas han de ir siempre envueltas en conceptos que son los que rigen las emociones personales. Y una manera de aprender a usarlas, a manejarlas y moldearlas es precisamente a través de la práctica marcial. Así es como se forma el ser humano. La fuente de todo este proceso cognitivo es siempre la misma: la conciencia de uno mismo.

      Pero nada de todo ello es posible si no tenemos una práctica perseverante, con profunda lealtad hacia nuestros Maestros, hacia nuestros padres, amigos y compañeros. Lealtad a nosotros mismos, a nuestros propios principios morales. Cuando nos engañamos continuamente o lo hacemos con los demás, estamos perdiendo nuestra esencia como ser humano. La lealtad y el respeto van unidos de la mano. Son, en el fondo, la misma cosa. Es pues la lealtad un valor inconmensurable que debemos cuidar al máximo.

      Lealtad a tu escuela y tu estilo, sin menospreciar el trabajo o forma de hacer de otros estudiantes, Maestros y escuelas. Abandonar o despreciar las enseñanzas recibidas, sean muchas o pocas, es de muy bajo nivel moral y de una inconsciencia absoluta.


      Resumiendo: Tienes que adquirir el compromiso de respetar a tus semejantes, pasando por ti mismo, y ser leal a ese concepto adquirido. Así crecerás como ser humano… Es solo una cuestión de actitud adecuada.

martes, 3 de septiembre de 2013

El despertar

El refugio del alma...

          Muchas horas de reflexión profunda, unidas a un cúmulo de experiencias a todos los niveles, me llevaron a la imperiosa necesidad de encontrar un momento de verdadero aislamiento y soledad, en la que poder meditar sobre todo ello. Sentía esa imperiosa llamada desde mi interior, desde el mismo día en que visitamos por primera vez la pagoda del pequeño templo Fawang-Si de la montaña. De alguna manera, este pequeño lugar había despertado algo profundo en mí y me había atrapado en él.

         Y ahora, creía o sentía que había llegado la hora o el momento, de dar un paso significativo hacia mi interior. Era el momento de despertar algo que llevaba muy en mi alma. Algo que, posiblemente, podría producir un profundo cambio en mí como persona, pero que no me asustaba afrontar, porque intuía que era para bien. Era un punto de inflexión en mi vida, quizás un retorno a mis verdaderas raíces espirituales, y un punto, donde encontraría respuestas... o quizás otras preguntas.

         Decidí ir caminando, ya que la distancia desde la ciudad no me parecía excesiva, como para no poder hacerlo. Sería al mismo tiempo, una excelente forma de calmar mi mente, mientras paseaba. Dejé a los demás del grupo, en el hotel, justo después del almuerzo, y sin decirles nada, me encaminé hacia la montaña. Para ello tenía que atravesar media ciudad, pero eso me suponía un agradable paseo. No pensaba en la distancia que tenía por delante, que a lo sumo podían ser unos siete u ocho kilómetros, sino que ponía mi mente en todo lo que me rodeaba a cada instante. Además, no tenía prisa alguna por llegar, ni horarios ni tiempos que cumplir.
          Recordaba sin dificultad el camino a seguir; siempre se me ha dado muy bien la orientación, hasta tal punto que siempre recuerdo los lugares donde he estado, aunque solo sea una vez. Los puedo volver a encontrar sin dificultad alguna. Jamás me he perdido en ninguna ciudad grande, y no me iba a perder ahora aquí. En cualquier caso, no era una idea que vagara por mi mente. Atravesaba las amplias avenidas y calles de Dengfeng con paso tranquilo, saboreando cada momento. Alguna gente del lugar me miraba con notoria curiosidad. No era muy habitual ver a un extranjero por las calles de esta ciudad. Yo me sentía, de alguna manera, extraño, entre tanta gente tan distinta, en apariencia, a mí. Otro idioma, que desconocía bastante, otra cultura, que aunque no me era del todo ajena, si era distinta a la mía. Todo era distinto, diferente en su manera de vivirlo, no en su esencia. Y esa sensación no hacía más que incrementar mi interés por todo lo que me rodeaba. Mis instintos estaban a flor de piel. Entré en un par de pequeñas tiendas y grandes establecimientos para comprar agua, y algún helado, aunque la razón verdadera era la simple curiosidad y mi deseo de entablar conversación con los lugareños.

         En apenas cuarenta minutos ya estaba en las afueras de la ciudad, caminando por la ribera del río que atravesaba de norte a sur la pequeña urbe. Hacía mucho calor, aunque era soportable. Me crucé con uno de esos pequeños cacharros motorizados que hacían de taxis, y el conductor me preguntó si me llevaba. Estuve tentado de aceptar, pero algo en mi interior me empujaba a seguir caminando. Tenía que ir a pie. Simplemente debía ser así. Le contesté que no gracias, con mi limitado chino, y el hombre, a pesar de mi negativa, se entusiasmó tanto que me siguió un buen trecho, hablándome como si yo le entendiera perfectamente. Yo me reía un montón y el hacía lo propio. Al final logré decirle, o hacerle entender que ahora no le necesitaba, que quizás a la vuelta. No sé lo que debió entender exactamente, pero se paró en una de las casas que había a pie de carretera y me saludó efusivamente.

Casi una hora más tarde había alcanzado la entrada al templo. Los vigilantes del puesto de control de la carretera de acceso me recordaban perfectamente y me saludaron amistosamente… La entrada al recinto, creo recordar que costaba unos 10 Yuan. Siempre guardo las entradas de los lugares que visito (y no sé muy bien porqué), y luego pude comprobar la numeración correlativa con las entradas de hacía una semana atrás. Eso significaba que nadie después de nosotros había visitado el lugar. El encargado de las visitas al templo me estaba esperando. Supongo que los otros le pusieron sobre aviso de que iba a llegar alguien, un Laowai extraño. Fue muy amable, ya que no me molestó en ningún momento durante mi permanencia en el sitio.
        
         Como la vez anterior, el interior del recinto del templo estaba totalmente tranquilo y silencioso. Yo era el único visitante en esos momentos. En un primer instante, no sabía exactamente a dónde dirigirme, ni lo que quería hacer. Me acerqué a observar detenidamente la gran estructura de la pagoda. Parecía bastante nueva y bien conservada, a pesar de su antigüedad.  Detrás de la misma se hallaba la sala con el Buda. Me dirigí hacia allí. Tampoco había nadie. Cogí tres varillas de incienso que había sobre un montón, y las encendí en una de las velas del pequeño altar. Seguidamente, las ofrecí, de corazón a Buda, colocándolas en un recipiente especial para tal efecto. Hice las tres reverencias preceptivas y di las gracias por permitirme estar allí.

         Nuevamente salí fuera, a la entrada del pequeño edificio. No tenía muy claro que iba a hacer, si es que tenía algo que hacer. Simplemente me limité a sentirme allí, a disfrutar del sitio y del momento presente.

         Finalmente me senté a un lado de la puerta de entrada, justo junto al tronco de un gran y vetusto árbol, que me proporcionaba una fresca y agradable sombra. Las vistas eran espléndidas. Delante de mis ojos tenía los jardines rodeando la base de la gran pagoda. A lo lejos, abajo en el valle, podía vislumbrar parte de la ciudad. A mi derecha, una escarpada ladera poblada densamente por viejos pinos y otra vegetación, mientras que a mi izquierda, y entre las ramas, podía ver otra parte de la majestuosa montaña, con una sonora cascada asomando entre la vegetación. Me sentía extrañamente eufórico y tranquilo a la vez. El aire era limpio, sin el más leve atisbo de contaminación. Tenía la impresión de que revoloteaba a mi alrededor, envolviéndome con su suave y cálida brisa. 
         Me percaté entonces de las enormes hormigas que caminaban por el suelo a mi alrededor. ¡Vaya!... Si alguna de ellas se me subía encima, me llevaría un buen susto. Tenían un aspecto impresionante de verdad, calculo que medían unos tres centímetros. Seguro que no picaban, sino que mordían directamente o sabían dar patadas, que a lo mejor hasta sabían “Kung-fu hormiguero!...”. Me sonreí con mis propios pensamientos en broma, pero lo cierto, es que nunca había visto algo así. Afortunadamente, ninguna se aventuró a subirse por mis zapatillas, cosa que agradecí bastante aliviado. Parecía que pasaban de mi, e iban a lo suyo. Claro, es que eran hormigas chinas!...

         Cerré los ojos, tratando de ver mi entorno con los ojos de mi mente. Nada cambiaba; La misma sensación de paz y tranquilidad me envolvía. Este lugar era un auténtico refugio para mi alma y mis sentidos. Era como si sintiese que yo ya estaba allí, antes siquiera de que realmente hubiese llegado. De alguna manera extraña, me parecía que siempre había estado allí, formando parte de todo cuanto me rodeaba. Sentía partes de mi que se acercaban y se fusionaban conmigo, como volviendo a casa, a su estado de unión. Y esa unión de mi cuerpo físico, mi mente y mi espíritu con ese entorno, logró ese estado de armonía tan especial, que no puede ser transmitido con palabras. Un estado que realmente trasciende lo puramente físico y mental, que eleva la conciencia a planos más elevados, donde tienen lugar todas las sensaciones a la vez. Y al mismo tiempo, te permite disfrutar de cada situación, de cada instante, de cada molécula temporal de manera individual...
        
         Y mi mente se evaporó, se perdió en el insondable abismo de mi interior, en busca de respuestas....



Respuestas...

         Y de repente, la sensación de unirme en un solo ser, en un solo Yo absoluto e inabarcable, me inundó cada poro de mi piel, con la impresión de haberme encontrado con una parte de mí que me faltaba. Un estado iluminado de la mente o de la no-mente, del no-Yo, me hacía comprenderlo todo desde la nada. Al mismo tiempo, era la sensación de romper con algunas cadenas que me mantenían atado a otra realidad subjetiva. Había roto el cristal, a través del que siempre había estado mirando el mundo y la vida, y que en ocasiones no me dejaba ver la realidad impermanente de las cosas, porque, en verdad lo que estaba mirando era el cristal, y no lo que había detrás. Fue como abrir una nueva ventana a mi alma, a mi conciencia, y por ella veía las cosas de otra manera.
         Con meridiana claridad comprendía conceptos que antes solo intuía. Comprendí que un secreto estaba en el control consciente de las pasiones, del deseo, a veces ilimitado. En el control de mi mente. Cuando consigues no enfadarte, ni sentir apego, ni envidia, ni celos, ni vanidad, cuando destruyes tu orgullo, tu avaricia, y te deshaces de las emociones negativas, entonces solo queda paz y alegría. El camino hacia la felicidad. Y no importa en el estado en que te encuentres. Tendrás una sonrisa que sale del alma. Es un estado de iluminación, que alguna gente puede percibir en ti, aunque no sabe explicarlo. Y ese estado de armonía se apoderó, durante fugaces instantes de todo mi ser, encendiendo en mi interior una poderosa llama...


Cuando nos invade una impresión de estancamiento y de confusión,
Lo mejor es distanciarse otra vez,
Concederse el tiempo de reflexionar y de recordar el objetivo de conjunto:
¿Qué es lo que nos hará verdaderamente felices?
A continuación, debemos reformular nuestras prioridades sobre esta base.



         Tuve una visión, o un sueño, aunque estaba seguro de no estar dormido, en el que me veía entrando en la sala de un templo, lleno de estatuas y figuras de Buda, apenas iluminada por unos tenues rayos de sol, que se colaban por unas vetustas ventanas cubiertas de tela. En el centro de la estancia, había un anciano monje, sentado sobre un amplio sillón. Al entrar hice una reverencia, y me acerqué para entregarle un sobre lacrado, dirigido a él, que me había dado mi propio Maestro, a modo de recomendación. Luego, me senté ante él en el suelo, a cierta distancia, sin decir nada. El anciano Maestro abrió el sobre y sacó la carta sin mediar palabra alguna. La estuvo observando y levantó la mirada hacia mí. Una mirada profunda, serena y cristalina me traspasó por un momento, y luego volvió a posarse en la carta. Durante un largo rato, volvió a repetir el mismo gesto, una y otra vez: miraba el papel y, luego, alzaba la vista para observarme. Comencé a sentirme algo nervioso e incómodo. Sentía miedo de que no me aceptara o que me reprendiera por algo. Quizá se trataba de una prueba, y yo no era capaz de superarla. Aun así, permanecí tranquilo y callado, aunque algo expectante, mientras el anciano Monje leía la carta.            

Al cabo de un rato, entornó algo los ojos y me devolvió el pliego de papel con una ligera sonrisa. Lo tomé y, sin poderlo evitar, lo miré: era un papel en blanco en el que solo había un pequeño sello de tinta roja. No había nada escrito. Algo me sobrecogió por dentro; durante todo este tiempo, el anciano Maestro no había estado leyendo nada. Viendo mi estupor, me dijo: “Tu eres como yo. Somos en realidad la misma cosa. Trata de ser feliz. Si tu lo eres, yo también lo seré”....


A medida que penetramos por nuestra propia voluntad
En cada zona de miedo,
Cada zona de debilidad y de inseguridad en nosotros mismos,
Descubrimos que sus muros están hechos de mentiras,
De viejas imágenes de nosotros mismos,
De miedos muy antiguos y de falsas ideas de qué es puro
Y de qué no lo es.



         Un ligero ruido a mi izquierda me hizo abrir los ojos. Una pequeña ardilla se había acercado hasta escasos veinte centímetros de mis pies y me miraba fijamente. No me atrevía casi a moverme, para no asustarla. Pero ésta, lejos de mostrarme miedo, se me subió a la zapatilla. Me aventuré a extender ligeramente mis dedos en su dirección, seguro de que saldría corriendo. Para mi creciente asombro, comenzó a olisquear mis dedos y acto seguido se subió a mi mano. Me miraba fijamente con sus ojillos redondos, moviendo sus largos bigotes, mientras emitía unos chirridos, como si estuviera hablándome... ¡Me costaba creerlo! No puedo describir esa sensación con palabras. Apenas unos momentos después salió corriendo y se perdió entre unos matorrales, fuera del alcance de mi vista. El breve encuentro con ese pequeño y escurridizo animal, me hizo comprender y sentir muchas cosas, que de repente llenaron de luz, zonas en sombras sin respuestas, que habitaban en mi mente. Mi serenidad y tranquilidad de espíritu habían sido captadas por el animal, que seguro, como todos los animales, poseía un elevado sentido de la percepción energética.

         Esta cuestión fue el hilo conductor de mis pensamientos, que me llevaron a la primera pregunta que me plantee analizar: ¿qué me había llevado a estar finalmente aquí sentado, a miles de kilómetros de mi lugar de origen?... ¿cuáles eran las profundas razones de mi enorme interés por este país y su cultura?... ¿Porqué había elegido Shaolin, si es que lo había elegido?.... ¿Quién era yo y cuál era mi propósito en la vida?... ¿qué estaba buscando?..... Pero sobretodo, la pregunta raíz: ¿Quién era Yo?....


Intentando negar que todo cambia constantemente,
Perdemos el sentido del carácter sagrado de la vida.
Tendemos a olvidar que formamos parte indivisible
Del orden natural de las cosas.



         De alguna manera, era como si mi vida se detuviese en algún lugar del camino, un lugar atemporal, sin perturbaciones, y mi conciencia despertara a una nueva realidad. Podía pensar con una claridad sobrecogedora, sin que me asaltaran las constantes imágenes de acontecimientos y palabras, que normalmente vagan por nuestra mente, y que no hacían más que crear confusión interior. Todos los pensamientos fluían por mi mente de manera ordenada, creando conceptos, ideas y respuestas fácilmente comprensibles. Tenía respuestas que mi mente racional y analítica, podía comprender de manera clara y concisa.

         Y todo esto me estaba conduciendo irremediablemente a un plano mucho más trascendental, donde lo puramente físico, lo racional, carecía de importancia. Estaba descubriendo y comprendiendo la naturaleza íntima de las cosas, sin la intervención de la mente racional. Entendía que la impermanencia de las cosas, de todas las cosas, era el camino que conducía a la verdad pura. ¿Era eso la verdad?...¿Acaso existía alguna verdad absoluta?... No, hasta esto era impaermanente. Esta claridad de pensamiento, ¿era esto un estado de iluminación? Cada respuesta, por muy clarificadora que fuera, me llevaba siempre a otra pregunta. Ese proceso se hacía interminable. Y cada vez era más intenso y rápido, más complejo y enriquecedor, aunque mi mente limitada, no era capaz de asimilar todo eso.

         De repente, todo ese proceso mental se detuvo en silencio, se diluyó en mi espacio interior y pasé a ser un mero observador de todo lo que sucedía interiormente. Ese algo superior a tu propia mente, tomó conciencia del todo... incluso del hecho de tomar conciencia de la conciencia… Y eso supuso una liberación extraordinaria... La mente separada de todo lo demás dejó de existir. Era como el estado previo a dormirte; es imposible saber en qué momento ocurre si estás pendiente de que ocurra. Cuando dejas fluir y te dejas llevar, simplemente ocurre.

         Buscar la verdad absoluta era como pretender alcanzar el horizonte. Siempre estaría lejos. No era esa la verdad. Era solo una imagen mental, un concepto subjetivo. La verdad es tan simple, que la tenía delante de mi, detrás, a mi lado, estaba sentado sobre ella, y al mismo tiempo me envolvía con su invisible manto; constituía mi aliento, y al mismo tiempo, era siempre inalcanzable. Si quería atraparla en mi pensamiento, desaparecía, era otra cosa. Corría a mi alrededor en forma de hormiga, o caía al suelo como una hoja mecida por la brisa. La verdad, era mis dedos jugando con una simple brizna de hierba. La verdad es ese instante momentáneo de felicidad. Pero también lo es la búsqueda de esa felicidad. En definitiva, la verdad pura y última de las cosas, es su existencia en si misma, es tan simple y complejo a la vez. La verdad es la experiencia de la vida misma.

La verdad pura, la respuesta última, vendría cuando el proceso mental de la búsqueda se detuviera, en un espacio interior, como al que había llegado mi mente aquí, en este momento. Y esa verdad es como un relámpago, que solo existe en el momento preciso en que se manifiesta. Todo lo demás, serán conjeturas ‘acerca’ del fenómeno, acerca de la verdad. Y cada relámpago es único e irrepetible. No existen dos iguales. La vida es lo mismo, cada instante es único e irrepetible. Solo hay que despertar la capacidad de poder verlo, ... Y disfrutar de ello. Hay que despertar esa conciencia y aprender a mirar y vivir de otra manera. Pero si solo prestamos atención al trueno que sigue siempre al relámpago, nuestra experiencia será muy pobre y carente de todo progreso. En definitiva, la verdad podía consistir simplemente en comprender la naturaleza íntima de las cosas. Y ese proceso de comprensión, requería necesariamente un camino de interiorización espiritual, un estado, en el que quizás yo me encontraba ahora, y que no era, ni mucho menos, la meta, el final. Y aún así, en posteriores ocasiones, me preguntaba, si esa comprensión, ese conocimiento o ese despertar, era realmente tan valioso como yo lo sentía y entendía....

         Me encontraba allí sentado, viendo, sintiendo el suave e incesante discurrir de la vida a mi alrededor. Las hormigas que caminaban junto a mi pie, tenían el mismo valor que yo mismo; mi racionalidad no me hacía ser superior en nada. No eran ni más importantes, ni menos. Formaban parte de la vida, de la existencia. Eran la vida misma, igual que yo. Me veía como una parte infinitesimal del universo, pero ahí estaba. Y al mismo tiempo, yo mismo era todo el universo. Mi existencia era importante para el mundo, igual que el  mundo lo era para mí. Ambas cosas eran en realidad una sola cosa. La unidad, la armonía entre todas las cosas, esa era la respuesta a mi pregunta sobre mi Yo absoluto.


Si supiéramos que esta tarde nos quedaremos ciegos,
Echaríamos una mirada nostálgica,
Una verdadera última mirada a cada brizna de hierba,
A cada formación de nubes, a cada mota de polvo,
A cada arco iris, a cada flor, a cada gota de lluvia, ... A todo.

Pema Chödrön


         La pregunta del porqué y para qué, dejó de ser relevante desde ese mismo momento. Me había liberado momentáneamente de ese deseo, por otro lado natural, de querer saber acerca de la razón de las cosas. Era como cuando pelas una cebolla; quitas una capa tras otra, y al final del todo, no hay nada. El centro de la cebolla es la “no-cebolla”. Y sin embargo, solo puede existir, si existe su envoltura, la cebolla. Nuestra naturaleza íntima es igual, hay que quitarle cosas, hasta que no quede nada al final. Hay que pelar el “Yo”, hasta que no quede nada, hasta que solo exista el “No-Yo”. Esa ‘nada’ será la verdad....

         Poco a poco fue floreciendo, madurando la idea de que, lo que constituía finalmente el objetivo de mi búsqueda, no era otra cosa que la disponibilidad del alma, de la conciencia. Una capacidad, un arte secreto que me permitía comprender en cualquier momento, en medio de la vorágine de la vida, la idea de la unidad, de la armonía.
         Y esa vida era como un río compuesto por mí, por todas las personas que pasaron por mi vida. Y todas esas experiencias, las emociones, el dolor y sufrimiento, la alegría y el amor, formaban parte del río. Y toda esa agua que llevaba, fluía, sufría, lloraba, se reía, y se precipitaba hacia unas metas; muchas metas en realidad; lagos, cataratas, remansos, rápidos, el mar.... Y todas esas metas eran alcanzadas y superadas. A cada una le sucedía otra nueva, y el agua se evaporaba y subía hacia el cielo, convirtiéndose en lluvia, que se precipitaba al suelo, dando origen a fuentes, nacimientos, arroyos, ríos, que volvían a reanudar su curso hacia el mar... Así era la vida misma, y nosotros solo éramos una pequeña parte de ella.

         Estaba tan absorto en mis pensamientos, que apenas me percaté de la presencia de mi pequeña amiga, la ardilla, que había regresado junto a mí. Era sin duda alguna la misma, salvo que en esta ocasión portaba algo en su boca. Era una nuez. Se acercó aún más a mi, hasta quedar al alcance de mi mano. Traté de establecer una comunicación con el animal, porque estaba seguro que me entendía. Y para ello no necesitaba palabras. Para mi sorpresa, la pequeña ardilla dejó caer la nuez que llevaba, delante de mis pies, y se retiró algunos pasos. Pensé que se había asustado de mí al extender mi mano hacia ella, o que quería establecer algún tipo de juego conmigo. Permaneció durante unos instantes a la expectativa, observándome con sus vivos ojillos redondos, mientras se alzaba sobre sus patas traseras. Poco después, volvió a acercarse, emitiendo unos graciosos chirridos, y tomó de nuevo la nuez en su boca. Acto seguido se subió a mis pies y dejó caer el fruto en mi mano, aún extendida. ¡Me quedé helado!

         Un intenso escalofrío recorrió toda mi espalda, y me llegó a lo más profundo de mi ser, estallando allí como un globo de millones de diminutas burbujas. La intensa felicidad y emoción que me inundó el alma, el corazón y toda mi existencia, me hizo llorar. Pero lloraba de alegría. Este pequeño roedor me ofrecía un fruto, que seguramente había ido a recoger expresamente a algún lado. Este gesto era sin duda de ofrecimiento hacia mí. Acepté ese valioso obsequio con enorme gratitud, mientras con la mano acariciaba suavemente la cabeza de mi pequeña amiga. Creo, sin lugar a dudas, que este es el mejor regalo que jamás nadie me ha ofrecido. No necesito ni quiero comprender la razón de esto. Simplemente fue así. La pequeña ardilla se quedó un buen rato jugueteando por allí, e incluso se atrevió a subirse a mi hombro y cabeza. Luego se marchó igual que apareció. Fue una de las mejores experiencias de mi vida, por la que había valido la pena venir hasta aquí....

         La naturaleza me había regalado este momento tan grande, tan lleno de significado y sabiduría. Tan inexplicable, a los ojos de los que no quieren ver, cegados por su propia esencia egoísta de supremacía. Fue un verdadero instante de felicidad, un reluciente y poderoso relámpago, con una intensidad inusitada, que iluminó por completo todos los rincones de mi ser. Había ‘despertado’....


La verdadera espiritualidad consiste también en ser consciente del hecho de que,
Si una relación de interdependencia nos liga a cada cosa y a cada ser,
El menos de nuestros pensamientos, palabras o acciones
Tendrá repercusiones reales en el universo entero.

Sogyal Rinpotché


         Me quedé allí, sentado, simplemente contemplando todo lo que me rodeaba, sin que mi mente racional interviniera de alguna forma. Los pensamientos comenzaron a acudir a mi de manera ordenada, tranquila y con una lucidez antes desconocida por mi. Empezaba a comprender la trayectoria que, muchos años atrás, me había llevado a emprender este viaje, y que finalmente me había conducido a Shaolin, y como consecuencia última, hacia mí mismo. De alguna manera, había sido un largo viaje, iniciado treinta años atrás, y que me había conducido hacia mi propio interior. Había llegado al final de una etapa de mi vida, y a partir de aquí, muchas cosas serían diferentes. Y no porque las cosas hubiesen cambiado, no. Fuera de mi, todo seguía igual. Era mi manera de verlo, lo que había cambiado. No era ni mucho menos mi meta lo que había alcanzado. Hacía tiempo que había prescindido el alcanzar horizonte alguno. Y el camino no había sido fácil; todo lo contrario. Han sido necesarios muchos momentos de frustración, sufrimiento y dolor, para llegar hasta aquí. Y Shaolin, el Kung-fu, el Taiji, las experiencias, mis Maestros, amigos, familiares y alumnos, y hasta yo mismo, habíamos sido meros vehículos de aprendizaje, sin los cuales, no existiría este preciso momento de liberación.

         Llegué a la conclusión, de que no existen los Maestros, tal y como los entendemos en occidente, sino que somos nosotros mismos, los que con nuestra capacidad de comprensión y asimilación les damos forma existencial. El Maestro solo existe para sí mismo, y para los que son capaces de aprender de él, sin que este enseñe nada.

         Sin duda habían transcurrido algunas horas desde que me senté en este plácido rincón del pequeño templo. Un punzante dolor en mi rodilla lesionada, me devolvió a un estado de conciencia más ‘terrenal’. Y fue en ese momento, cuando me di cuenta de que ya no estaba solo, aunque en esta ocasión no se trataba de mi pequeña amiga, la ardilla. Había un anciano monje arreglando algo en un pequeño huerto de uno de los patios. Su indumentaria no dejaba lugar a dudas, era un monje. No podría precisar el tiempo que llevaba ahí, trabajando en la tierra, pues parecía no emitir sonido alguno. En cualquier caso no me había molestado en absoluto. Decidí levantarme y presentar mis respetos. Cuando me vio ponerme de pie y dirigirme hacia él, me saludó con el gesto de su mano. Me acerqué a él y le saludé con el tradicional gesto budista, a lo que sin sorprenderse lo más mínimo, respondió de igual manera. Presentándome con  mi nombre chino, traté de entablar una conversación con el monje, y para mi propia sorpresa, no me fue muy complicado; las palabras parecían salir por si mismas, como si yo fuese en parte un mero oyente de lo que decía. Averigüé su nombre y ocupación, que no era otra que la de cuidar del lugar en el que vivía desde hacía más de veinticinco años. A pesar de que parecíamos entendernos perfectamente, o al menos con cierta fluidez, eché de menos a Yan, para que me tradujera algunas cosas de las que me decía.     
Intuía que este anciano poseía mucha información sobre Shaolin y este lugar, lo que me interesaba bastante. A pesar de la dificultad del idioma, parecía que, de alguna manera, existía una comunicación no verbal que nos permitía conectar y entendernos lo suficiente. Esta curiosa impresión ya la experimenté en una ocasión, mientras mantuve una profunda y distendida conversación con el gran Maestro Shaolin, Shi Xing Hong, durante un almuerzo, con motivo de su estancia en mi escuela en España para dirigir un curso.
         El anciano monje con el que estaba hablando, se llamaba Shi Youn Shou, (no estoy del todo seguro) y vivía en este lugar desde hacía 25 años. Se encargaba de cuidar el pequeño templo, sus jardines y el pequeño huerto. Es lo que pude comprender de nuestra charla, siempre en un tono amable y distendido. Le hice comprender que yo practicaba Kung-fu Shaolin, y el me contestó que lo sabía. También él lo practicaba desde niño. Me hacía referencias a que ya nos había visto antes, cuando estuvimos aquí, hace una semana para hacer las fotos. Y yo también tenía la vaga impresión de haberle visto antes, pero no recordaba donde ni cuando... 

         Debía de tener unos setenta o setenta y cinco años, pero se le veía muy fuerte. Su rostro, curtido por el sol, dejaba ver las arrugas del tiempo, pero aun así, parecía emitir una extraña y reconfortante paz y tranquilidad
Sus ojos brillaban con la serenidad de una profunda sabiduría. En cierto momento, me comentó que si yo era monje Shaolin, una pregunta que no lograba entender del todo. Él insistía, hasta que me di cuenta que no me lo preguntaba; ¡Lo estaba afirmando!....creía que yo era un monje! Repetía varias veces la palabra “foo”, que significa Buda en chino, mientras me señalaba. Me reí, y le traté de hacer comprender que no. Pero él me indicaba, señalándome el pecho, que lo era ‘dentro’, en el corazón. No lograba entenderlo del todo, o más bien, no quería entenderlo del todo. Yo no era monje, ni mucho menos un Buda.... Aunque si he de ser sincero, esa afirmación tan insistente, me dio mucho que pensar.

         Nuestra conversación llegó al tema Shaolin y el Kung-fu. Yo le comentaba que practicaba Kung-fu desde hacía casi 30 años, pero que ahora estaba lesionado. Aún así, le esbocé ligeramente movimientos de algunas de las formas más importantes de Shaolin, que reconoció al instante. No sabría decir quien mostraba más entusiasmo de los dos, pero el hombre, en un momento dado, me realizó dos formas, que me dejaron con la boca abierta. Se trataba de antiguas formas del Xinyiba. Aunque sus movimientos ya no tenían la agilidad de la juventud, eran poderosos y muy precisos. Se notaba que eran formas antiguas, que desarrollaban el trabajo interior de manera claramente visible. Ya quisiéramos muchos de nosotros trabajar a ese nivel, teniendo en cuenta la edad de este hombre. Aun así, se mostraba en todo momento humilde, queriendo compartir, que no mostrar sus conocimientos. En nuestro país sería un auténtico fenómeno, un Maestro de Maestros, pero seguro que no sería feliz. Aquí debía tener todo lo que necesitaba para vivir en paz. Me di cuenta la de cosas superfluas que tenemos en nuestra sociedad....

         Yo estaba entusiasmado con la amabilidad y los conocimientos de este anciano monje, y de buena gana me hubiese quedado allí horas, días enteros escuchándole. Aprendí muchas cosas de este verdadero Maestro. Pero el día estaba tocando su ocaso, y muy a pesar mío, tenía que regresar a Dengfeng, así que nos despedimos, a pesar de todo, de muy buen agrado, sabiendo que el tiempo había sido aprovechado plenamente. No sentía tristeza, ni nada parecido, a pesar de que, como ya dije antes, me hubiese gustado quedarme aquí. Al contrario, en mi corazón llevaba un equipaje de alegría, de conocimiento y serenidad de espíritu. Dije adiós a mi pequeña amiga, la ardillita, que aunque no estaba a la vista, intuía que me estaba observando desde algún lugar. Mi profundo agradecimiento también iba para ella. Conmigo, en algún rincón de mi corazón, llevaba una pequeña parte de este lugar, que me había llenado tanto. Pero también sabía que algo de mi, se quedaba para siempre en este pequeño refugio de mi alma, donde me había desprendido de parte de mi mismo. Quizás esa parte desde siempre perteneció a este lugar, a esta tierra....




Cada etapa es un avance considerable hacia la plenitud
Y la satisfacción profunda.
Todo viaje espiritual es como ir de valle en valle:
La travesía de cada uno de sus pasos

Nos revela un paisaje aún más esplendoroso que el anterior.