martes, 15 de octubre de 2013

Se trata de compromiso...


Hace apenas unos días que acabo de mantener una conversación telefónica con mi maestro Shi Yan Ao, del monasterio Shaolin, con quien hacía tiempo no hablaba. Ha sido, dentro de la charla sobre diversos temas, una conversación emotiva en algunos aspectos, que me han hecho reflexionar profundamente. Siempre me siento enormemente afortunado de poder compartir estas cosas con alguien que en muchos aspectos admiro y me sirve de referente en caminos de la vida.
Cuando me ha preguntado sobre la marcha de la escuela y los discípulos, en realidad no sabía muy bien qué contestar, pues estos conceptos para nosotros revisten otras connotaciones muy especiales y distintas de lo que suele significar para el público en general. Esto ha motivado que hoy me haya propuesto de tratar de reflejar aquí mis reflexiones y preocupaciones al respecto.
Hay momentos en que de una manera metafísica vuelves la vista atrás y tratas de analizar la trayectoria de la escuela y de mí mismo como responsable. Tratas de ver quienes siguen tu camino y te acompañan en este proyecto de vida. Y trato de hacerlo con la ecuanimidad de quien comprende las vicisitudes de los cambios de los tiempos en esta sociedad. Y aun así, lo que puedo ver, no es agradable a los ojos del corazón…
Si bien hay alumnos en la escuela –pocos- metafóricamente éstos son como un cesto lleno de suculentas frutas de plástico, que si bien agradan a la vista, no te sirven de alimento. Los que nos dedicamos a la enseñanza tradicional, a la transmisión de valores a otros, tratando de aportar algo positivo a esta sociedad, buscamos algo más en los alumnos. Es más; el sentido profundo de una escuela es mantener viva una tradición, una continuidad en su trayectoria, aunque eso es a largo plazo…
Me pregunto hasta qué punto es positivo y necesario adaptarse a los cambios del tiempo, a las nuevas tendencias sociales, cuando ves que esos cambios no son para mejorar nada, sino todo lo contrario; nos llevan inexorablemente al fracaso de los valores y conforman una sociedad en la que todos nos quejamos de cómo están las cosas, pero seguimos inmersos en el proceso de alimentarla con lo que precisamente la convierten en lo que es. Doblegarme de alguna manera a estos cambios y tendencias es contribuir, no solo a que todo siga igual, sino a que las cosas vayan cada vez peor.
Esto me crea cierto desasosiego y tristeza, que parece querer minar mi estado de ánimo e ilusión en seguir adelante. Pocos, muy pocos pueden comprender los sentimientos que vuelan por mi mente y corazón en situaciones así…
Recuerdo entonces la ceremonia del Paishi que yo realicé en su momento en tres ocasiones con varios maestros y lo que ello significó y significa para mí. Y recuerdo, como no, la ceremonia de aceptación de discípulos que realicé en mi propia escuela no hace mucho tiempo atrás con algunos alumnos. Una ceremonia cargada de simbolismos, tradición ancestral y mucho corazón. Una ceremonia auspiciada y respaldada por mis maestros del monasterio.
De aquellos alumnos que la realizaron, solo uno queda que no ha roto su palabra y mantiene el vínculo con  la escuela y conmigo. Los demás, por unos motivos u otros, han abandonado el camino, rompiendo así su promesa realizada, demostrando con ello que su palabra no tiene valor alguno. Las razones pasan casi a un escueto e insignificante segundo término, porque con ello hemos despreciado el valor tradicional y ético que tiene esta ceremonia. Posiblemente no estaban preparados para afrontar lo que esto suponía, que es una relación muy especial de por vida, y por ello no les ha supuesto ninguna dificultad abandonar este camino y romper su palabra. Una palabra que quedó plasmada por escrito en el manifiesto que entregaron en su momento al maestro y que queda como testigo mudo de su incoherencia y falta de compromiso y sinceridad. Aun sabiendo que nada es permanente, hay cosas que marcan tu camino para siempre en muchos aspectos y, lamentablemente, pasamos por alto su profundo significado.
Algunos incluso se permiten poner en tela de juicio mi capacidad para enseñar, pero son incapaces de asumir su propio fracaso en el camino emprendido, que no saben la relación tan estrecha que tiene con sus vidas cotidianas.
Pero esto parece ser una tónica general en nuestra sociedad occidental, donde los valores éticos y morales parecen haberse difuminado entre la niebla de la mediocridad y superficialidad que nubla nuestros sentidos y ensombrece nuestro corazón. Una sociedad donde hablar de ética y moral, del valor, la honestidad y el compromiso serio, parece ya casi anacrónico. Parece no haber consecuencia de tales comportamientos, pero eso no es más que un error más de comprensión. Todo tiene un efecto en nuestras vidas, cuya causa muchas veces no sabemos identificar, pero tarde o temprano, acabamos ‘pagando’ por ello, nos guste o no. Lo comprendamos o no.
No importa con quien sea un compromiso; Con un amigo, con tu pareja, tu trabajo, con la federación, con la escuela, con tu maestro, y con quien es más importante: contigo mismo… Cuando se da nuestra palabra, adquirimos un compromiso, que supuestamente es para cumplir lo pactado. De no hacerlo, de incumplirla de manera continuada, ¿Qué valor tiene nuestra palabra entonces? ¿Qué credibilidad tenemos como ser humano ante los demás? ¿Qué fiabilidad tendremos ante nosotros mismos? ¿Cómo puede funcionar una sociedad así?
Asistimos a una profunda y dolorosa sequía de valores, donde solo unos pocos aun riegan, nutren y mantienen vivos los árboles de la vida que dan coherencia y sentido paradigmático a lo que hacemos todos. Muchas veces, estas personas no alcanzan a ser grandes líderes; Ni siquiera buscan serlo… Aunque esto no sabemos ni siquiera reconocerlo, siguen estando ahí y de ello alimentamos con algo valioso nuestra maltrecha alma y conciencia. Nos aportaría cierta dignidad, mostrar un mínimo de respeto y agradecimiento hacia ellos. Pero esto solo sabe reconocerlo y hacerlo los que ya llevan dentro esa semilla de sabiduría. Solo éstos son capaces de llamar a alguien “Maestro”, con el compromiso y respeto que merece esta palabra.
A ciertas alturas de la vida, uno tiene que tomar decisiones propias en muchos aspectos y no seguir una rutinaria forma de actuar, inconsciente e incoherente, que nos conduce a la indiferencia, pasividad e inamovilidad, impidiendo que la ilusión mueva el motor de nuestra práctica. Esta actitud nos lleva inexorablemente a abandonar el camino recorrido hasta entonces, como han hecho algunos en la escuela.
Por ello, ahora cuando miro atrás, siento esa tristeza y desaliento en el corazón. Un proyecto de escuela, un proyecto de vida que se pierde en el horizonte de mis pies… ¿Quién es capaz de seguir trabajando en mi línea, mi estilo y escuela cuando yo ya no esté? ¿Quién, a través de la práctica del Kung-fu, se está formando como artista marcial, como persona?... ¿Quién antepone la práctica y aprendizaje del Kung-fu –sin dejar de lado sus demás obligaciones- a otros aspectos de su vida?
Quedan alumnos en la escuela, si, a veces más y otras veces menos, que van fluctuando entre las circunstancias de la vida. Y todos son valiosos, sin duda alguna, pero igual que llegaron se van. Algunos pocos siguen con el tiempo, pero no se acercan a las tradiciones, se mantienen a una distancia prudencial –por las razones que sean- y acaban estancándose en su inamovilidad e incomprensión profunda de la filosofía del Kung-fu. Siempre se quedan a las puertas de las expectativas que tenía sobre ellos.
Pero no abandono, porque en mis 41 años de prácticas nunca lo he hecho, y me quedo con el valor de quien si sigue ahí, destacando sobre todos los demás con su fuerza y compromiso. Hablo sin duda alguna de Shi Heng Long, un guerrero pacífico con el espíritu del verdadero dragón de Shaolin. Un discípulo que sí sabe lo que significan las palabras que mencioné antes porque las pone en práctica en su día a día y en su relación con la escuela, con el Kung-fu y conmigo. Un discípulo que mantiene vivas las tradiciones que implican, entre otras muchas cosas, ser aceptado como tal por un maestro, por el linaje de una escuela tan importante como es Shaolin. Esto confiere un enorme valor inmaterial y humano a quien lo hace de corazón y a quien lo otorga con el alma. Y da también un profundo sentido a tu práctica, asentando unas sólidas bases que se mantendrán ahí, resistiendo las tempestades y adversidades de la vida. Ya lo dice un antiguo dicho en el ámbito de las artes marciales chinas:
“Quien honra a su Maestro, se honra a sí mismo”
Demuestra con su actitud una coherencia de palabra y actos, mantenida a lo largo del tiempo, alimentando continuamente la ilusión del aprendizaje y la humildad de la enseñanza. Te hace comprender los valores profundos del respeto hacia tu escuela, tu maestro y hacia ti mismo. Le da valor y sentido a los conceptos de la confianza bien entendida, del verdadero porqué de tu práctica y conecta con tu yo más íntimo.
Solo ahí podrás descubrir el terreno por el que se mueve el tigre de Shaolin y subir la montaña en la que reside el espíritu del poderoso Dragón.
Solo así puedes alcanzar a sentir el corazón del Guerrero pacífico… y eso cambiará toda tu vida. Pero sobretodo, reflexiona:

“Nunca podrás ser un Maestro, si antes no has sido discípulo”

jueves, 10 de octubre de 2013

En silencio...

Con el paso de los años utilizo más cada día el análisis personal. Este acto diario, que suelo realizar antes de acostarme por la noche o después de mi sesión matinal de meditación, ha sido para mi una herramienta muy importante de cambio. Ha puesto delante de mis ojos los defectos que debo cambiar y ha dotado a mi conciencia de una dimensión ética más precisa, al sensibilizarme con la responsabilidad que existe en cada acto de mi vida al interactuar con los demás.
No se trata de una forma de autocastigo, en absoluto, es sencillamente una forma de sentirte mejor contigo mismo y reconocer que nuestra naturaleza humana es algo más que comer, trabajar, procrear, criticar, envidiar y dormir. Nos hacemos más humanos cuando levantamos la vista de nuestro ombligo para mirar a los demás a los ojos y tratamos de corregir las pequeñas o grandes heridas que hayamos podido infligir, consciente o inconscientemente. Ejemplos hay muchos en nuestro entorno: Esa mala palabra al vecino; ese acto de ira irrefrenable; esas ganas de "cotillear" de otros; ese impulso por destruir la reputación de determinadas personas; las ansias de subir por encima de los demás sin importar los medios; la envidia, el resentimiento, el egoísmo, los apegos materiales...

            He aprendido a corregir errores también gracias a la crítica hiriente de los "enemigos". Ahora me duele más cuando soy consciente de algún error o acto que puede haber hecho daño a alguien. Y reflexiono internamente y "pido perdón" en silencio, al mismo tiempo que me hago la firme intención de reparar el daño producido. A veces es algo tan sencillo como una llamada telefónica, o simplemente no volver a cometer la acción que ha desencadenado el mal cometido. Porque... ¿que ganamos regocijándonos en el dolor ajeno? Todas nuestras acciones, todas, son interdependientes; no hay acciones aisladas.
Me he dado cuenta de la enorme responsabilidad que late en cada acción y en cada paso que doy en la vida. Una palabra mal dicha, una injuria vertida no solo ocasiona un perjuicio enorme a la persona que la recibe. Esa persona tiene familia, hijos, gente que depende de él y, con toda seguridad, también tiene sus "cosas buenas", sus virtudes. Nuestro ánimo por perjudicarle puede interferir gravemente en su estado de ánimo y desencadenar un "efecto mariposa" en cascada gravísimo del que, en última instancia, yo he sido el responsable.
¿Cómo es eso? Pues mi reproche o insulto, por ejemplo, al condicionar su estado emocional, lo puede hacer más vulnerable y que no preste tanta atención al tráfico mientras conduce, porque está "dándole vueltas" a lo que le he dicho. Y de pronto, en un trágico despiste, se empotra contra otro coche o arrolla a un transeúnte y el cáos se desata de forma infernal. Y todo comenzó probablemente con esas palabras maledicientes que tu, yo o cualquier otro le hemos dicho.

            Nadie es perfecto pero todos podemos aspirar a ser mejores personas. Debemos reflexionar sobre las implicaciones que nuestros actos tienen. Porque al igual que la ira, la envidia o las ganas de hacer daño pueden ser el germen de una desgracia, una buena palabra, una sonrisa, un abrazo o simplemente refrenar un impulso negativo puede ser una acción que salve una vida.

Nada nos hace más grandes que reconocer lo pequeños que somos en este inmenso Universo.


Alimentar el ego con la ira solo traerá lo mismo a nuestras vidas. El veneno del odio es la mayor fuerza destructiva de la humanidad. Empecemos por nosotros mismos. Cada día. Un análisis de los actos del día seguido de un propósito de cambio. Los resultados pueden ser maravillosos. Piensa como te sientes cuando te hacen el daño a ti y recuerda que cuando llegue el momento de tu muerte, cuando te encuentres a solas contigo mismo, la conciencia de tus actos será tu única compañía en esos momentos.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Reflexiones...

En alguna ocasión me he encontrado con personas que, perdidas en sus creencias religiosas y su fe, se han acercado al budismo, buscando respuestas. Pero lo han hecho bajo el prisma de la manera de comprender las cosas que les venía del cristianismo, y así, hacían una interpretación errónea de las enseñanzas budistas. No fueron capaces de deshacerse de esa manera de interpretar las cosas y así, no había forma de hacerles comprender el sentido de lo que querían aprender. Su modelo hermético de pensamiento no les permitía ver con ojos nuevos lo que tenían delante y así seguían inmersos en esa frustración de la búsqueda inútil. Abandonaban buscando cualquier excusa, o bien seguían una práctica sesgada y errónea que no produce obviamente resultados positivos. Eso, a su vez conduce a una interpretación personalizada y ‘a la carta’ de las enseñanzas filosóficas no herméticas ni dogmáticas (estas son más simples de asumir), y así nacen corrientes de religiones que acaban siendo sectarias. Son segmentos o escisiones de formas o sistemas religiosos que podrían ser perfectamente útiles, pero a los que hemos desposeído de su valor intrínseco, de lo verdaderamente importante: su contenido de fondo.