miércoles, 23 de julio de 2014

Abrazos...


¿Qué es el placer?
El placer es una orientación natural del ser humano, buscamos placer desde que nacimos, y esta búsqueda no ha cesado a través de toda nuestra vida. Esta es una condición natural de nuestra naturaleza humana, pues la vida se crea, crece y se transforma gracias a que, debajo de todo, esta un silencioso impulso por encontrar placer.

El placer y la libertad de expresión
Hay muchas formas de definir lo que es placer, pero podríamos resumir que, debajo de toda búsqueda de placer, esta la necesidad de sentir libertad, la libertad de poder ser lo que queremos ser. Si. Uno de los mayores placeres del ser humano es ser amado así como es, sin tener que ser algo en particular, sin tener que guardar la compostura ni estar sujetos a condiciones, imposiciones, leyes, opiniones, temores, etc.. Ser amado por  lo que uno es, es una de las grandes necesidad, dificultades y conflictos de la mayoría de las personas, en unas se acentúa más esta necesidad, sobre todo en aquellas personas que, mientras crecieron, fueron condicionadas por su medio a que uno sólo podía ser amado si hacía tales o determinadas cosas y, cuando no se cumplían las expectativas o exigencias de los de “allá afuera”,  entonces se encontraba la mayoría de las veces rechazo, indiferencia, castigo o regaño. Con este tipo de conductas se afianzó la idea de que el amor era algo que se debía uno de “ganar”, pero no sólo eso, sino que era algo que además ponía en riesgo, porque ir por el o pedirlo, solicitarlo o demandarlo podía desatar una conducta contraria a la que se esperaba, dando como resultado el dolor.

Sexualidad y placer
La sexualidad es algo que se asocia casi inmediatamente con el placer.  Y mucho de lo que aprendimos acerca de cómo recibir y dar amor de pequeños, influye poderosamente en la forma en como vivimos y experimentamos la sexualidad y las expresiones físicas de afecto. Acercarnos a otro ser humano (y dejar que se nos acerquen) no siempre resulta fácil porque en el fondo, existe muchas veces le temor de ser rechazado o de crear una situación que aleje o disguste a la pareja. Pero además, esta el temor de “tomar de la vida” eso que queremos, no abrimos ni estiramos  los brazos con facilidad, no suavizamos el toque de las manos ni de la mirada, estamos como en guardia, a la defensiva, los hombros y el cuello tensos, las manos y sus articulaciones rígidas (aunque muchas veces no lo notemos), la mirada alerta, fría,  distante, todo de alguna forma calculado, “no se puede perder el control”.

Todas estas posturas corporales revelan, en el fondo, lo que se ha aprendido del amor: que es una estrategia, que debemos de mantener la imagen y comportarnos, que hay que ser y decir determinadas cosas: que hay que cuidarse. ¿Qué hay en el fondo de estas actitudes? El temor de mostrar lo que verdaderamente se siente y se es, porque, entre otras cosas, esto pone en riesgo del dolor.  El problema de todas estas defensas corporales, que resultan como una armadura en las personas que tienden a ser muy rígidas, inflexibles y poco sensibles, es que  no permiten que se disfrute plenamente ni de las relaciones con las personas ni de la plena sexualidad.

¿Cómo empezar a ser afectuosos?
Intentando abrazar y acariciar, poniendo en la mirada lo que realmente siente el corazón. ¿Cómo? Intentándolo. El problema de empezar a abrazar, acariciar o poner en la mirada nuevos sentimientos es que, cuando nunca se ha hecho, uno puede llegar a sentir timidez, resistencia, vergüenza, ridiculez: incluso ansiedad. ¿Por qué? Primero, porque intentar algo nuevo, sea lo que sea, siempre es un reto para la mente, la cual esta habituada siempre a funcionar bajo los mismos hábitos, conocimientos y comportamientos, porque eso es lo que la hace sentirse segura, es lo que sabe hacer. Segunda, porque como se explicó, se esta arriesgando uno a perder, y perder no es algo que suene atractivo para muchas personas.

Sin embargo, si uno no lo intenta, jamás uno podrá comprobar las sensaciones tan placenteras que se empiezan a liberar cuando uno empieza a estirar los brazos, por ejemplo, para llegar a acariciar una mejilla, o como de pronto “crece” y se “alza” el corazón cuando se estrecha un cuerpo fuertemente, para luego soltarlo y volverlo a estrechar. ¿Por qué hay tanto placer en estas acciones de acercamiento?  Porque en el abrazo, la caricia o la mirada honesta, sincera y amorosa, está uno de los mensajes más poderosos de aceptación incondicional. Tanto darlo como recibirlo es empezar a conectar el corazón con la periferia del cuerpo, y el cuerpo con el mundo, es una forma de empezar a entablar un contacto emocional con lo que nos rodea. Y esto es, lo que a final de cuentas, más anhela un corazón distante: sentir que está conectado a su corazón: que tiene vida.

Aunque estas formas de acercamiento pueden ser una suave invitación al amor sexual, no siempre tienen que tener este destino. El poder de los abrazos y demás muestras afectivas bien se pueden hacer su efecto en los hijos, los amigos, animales, etc. Se podrían ahorrar sin duda muchas consultas a psicólogos e incluso muchas enfermedades y doctores (pues estas actitudes tienen efectos curativos) si uno se obligara a abrazar y acariciar ya sea con las manos, la mirada o la palabra con más corazón cada vez, hacerlo sin un propósito en particular, vencer la barrera de resistencia que pudiese existir al principio y decirlo o hacerlo así como se siente, y si no se siente, obligarse un poquito, sabiendo que el principal regalo de amor es para nosotros mismos.  

Quienes durante sus primeros años de vida no han recibido caricias de sus padres son más propensos a tener dificultades para dar o recibir afecto, a mantener una postura corporal rígida y a ver limitada la expresión de su emotividad. 

Son personas que cuando llegan a la adultez tienden a evitar el contacto físico con los demás, a verlo inapropiado o incluso ?sucio? Tienden a ser personas distantes, ?frías? Personas que también tienen dificultad para sentirse queridas y aceptadas por quienes les rodean.

?Para crecer, desarrollarnos y sobrevivir, los seres humanos necesitamos del contacto con otros seres humanos, a través del afecto, la ternura, la caricia, la mirada, la palabra o los gestos. Devenimos personas gracias a la caricia, el cuidado, el afecto, la atención, la compasión y la gratitud, que damos y recibimos?, señala Maite Artiaga, que imparte cursos de ?Relaciones sanas y conscientes? y ?Educación emocional?. 

Algunas investigaciones, señala la experta, han demostrado que la falta de caricias, puede provocar en el bebé un retraso en su desarrollo psicológico y una degeneración física que incluso le lleve a la muerte a pesar de tener el alimento y la higiene necesarios para sobrevivir. 

Cuando no recibimos una cantidad mínima de caricias entramos en un proceso de enfermedad. Y esto es válido a cualquier edad. 
Los abrazos conscientes son uno de los mejores antídotos para sanarnos. ?Al abrazar, se liberan los sentimientos y se comparten, se involucra una gran parte del cuerpo y las personas se envuelven mutuamente, dejando en segundo plano los pensamientos, para disfrutar de esa manifestación de confianza, afecto y entrega: en definitiva: amor?, según Artiaga. 

Tocar y ser tocados es un arte que se aprende con la práctica. Cuanto más habitual resulte, mejor podremos distinguir el toque tierno y cariñoso del curativo, del consolador, del que nos transmite seguridad o de ese otro contacto de carácter abierta o provocativamente sexual. 

Tocar y ser tocados es una necesidad física y emocional, cualquiera que sea nuestra edad. La rigidez facial, la ausencia de sonrisa, la hostilidad, la falta de apertura y espontaneidad podrían tener que ver con el denominado ?hambre de piel?, según algunos expertos. 

El ansia de contacto es un apetito emocional que necesita ser saciado, un deseo que debemos intentar satisfacer, para sentirnos bien, confiados y seguros, aunque siempre respetando al otro. Si el respeto y el sentido de la medida acompañan a la caricia, el apretón de manos o el abrazo, difícilmente el destinatario se sentirá incómodo, invadido o confuso. 

La mejor manera de expresar afecto, solidaridad, cercanía, cariño, es tocando al otro. Así, mediante la comunicación corporal, le hacemos saber que nuestro cuerpo siente lo mismo que comunicamos con palabras o gestos."

Y es que las caricias no son importantes sólo en la infancia, sino en cualquier etapa del ser humano; se han observado casos de somatización, es decir, las personas que presentan un cuadro de enfermedad física que en realidad proviene de un malestar psicoafectivo, esto se da netamente a nivel inconsciente con el objetivo de buscar aprobación de su entorno, las personas no lo hacen a propósito, y presentan síntomas reales. El reconocimiento de la existencia es básicamente lo que motiva a la humanidad a seguir adelante, a vivir con carisma, por tanto las caricias (toques, cariños y estímulos) son la unidad de reconocimiento humano.
Una forma de recibir caricias es actuando, ya que las personas valoran más el hacer que el ser, así pues según los comportamientos las personas hacen caricias condicionales por “hacer”, existen las caricias positivas por hacer lo correcto y las caricias negativas (reclamos, reprensión) por hacer lo equivocado. Asimismo cuando un niño no recibe caricias positivas, comenzará a probar conductas hasta que descubra aquellas que los padres aprecian, aprendiendo a manipular el ambiente para conseguir la atención y caricias necesarias, porque es una necesidad ser reconocido y amado. Un punto importante es que nuestra forma tradicional de relacionarnos estimula mucho más los comportamientos patológicos que los comportamientos sanos, dado a que usualmente se tienden a realizar más caricias negativas que positivas.
Es por ello que los mensajes recibidos en la infancia son esenciales para la construcción de la personalidad, pues las persona termina interiorizando y obedeciendo lo que los padres han reforzado por medio de caricias, las positivas estimulan conductas adecuadas y del mismo modo las caricias negativas refuerzan conductas inadecuadas, éste último puede ejercer una auto-limitación de la persona respecto a la forma de verse a si mismo, generando como consecuencia una baja autoestima.
Es común en algunas de nuestras familias de generaciones pasadas (incluso actuales), el uso mínimo de caricias en sus hijos, algunas veces las demostraciones de afecto se dan por medios materiales, el hecho notorio es que cuando una persona no recibe caricias, se acostumbra a no darlas, convirtiéndose en una persona como muchos dirían “seca”, que se le dificulta considerablemente demostrar sus sentimientos y comunicarse; hay que tener cuidado porque éstas personas al no demostrar lo que sienten, no aprenden a resolver problemas en el instante que surgen, pueden reprimirse y tener graves consecuencias, para si mismos y para personas cercanas.

Lo ideal es que los miembros de la familia aprendan a comunicarse, a dar amor exigente y responsable, romper con las cadenas de las generaciones pasadas, la idea es cambiar el mundo y ser felices ¿no?, y que mejor idea que comenzar en casa, así que converse con sus hijos calmadamente explicándoles lo que han hecho inadecuadamente, baje el tono de voz (el gritar no le da más autoridad), y consiéntalos siempre, no solo cuando hagan cosas buenas, porque el amor es incondicional y la familia es el pilar de la sociedad; tal como dicen, ¡todo viene de casa!.

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sábado, 19 de julio de 2014

Compasión y generosidad
Nuestro pequeño microbús paró apenas unos cien metros alejado de la entrada principal del templo, en una zona habilitada para la decena de autocares de turistas que visitaban el lugar. Era ya la cuarta ocasión en que visitaba este templo de la Oca salvaje de Xi’an, aunque en esta ocasión había matices que hacían mi visita diferente. Apenas un año antes había realizado mi ceremonia de aceptación como monje budista en el monasterio de Shaolin, así que hoy iba ataviado con la tradicional túnica gris de monje. Siempre que acudía a visitar esta ciudad, venía al templo. Era un lugar que me fascinaba, como todos los templos budistas del país; Un espacio de paz y tranquilidad en medio de una bulliciosa y enorme ciudad como era Xi’an.
Hoy hacía mucho calor y el aire era muy denso en la ciudad. Todos bajamos aliviados del vehículo, contentos de poder estirar las piernas y refrescarnos con alguna bebida de alguno de los puestos que había a pie de la entrada.
La guía del grupo nos entregó las entradas al recinto y nos dispusimos a bajar del vehículo. En el grupo viajaban una decena de turistas de diferentes nacionalidades, entre ellos los dos españoles que venían conmigo. Ya por la ventanilla pude ver a un pequeño grupo de mendigos acercarse al vehículo, cosa que me llamó la atención por ser una imagen poco habitual en los lugares turísticos. Obviamente las autoridades no lo permitían. Así que de inmediato me llamó la atención este hecho. Nada más caminar unos pasos fuera del autocar, se nos acercó una anciana, con la cara muy desfigurada, la piel curtida y una notable cojera y comenzó a pedir limosna a todos los que íbamos en el grupo. Nadie de los que iban le entregó nada y se mostraban bastante molestos con su insistencia. La pobre mujer, cuando me vio a mi, vestido con mi hábito budista, enseguida me agarró de la manga pidiéndome algo de dinero mientras señalaba mi pulsera de muñeca. Esto, en China, era como una seña de identidad de que el portador era budista, igual que los católicos llevaban una cruz o los judíos una estrella.
Miré a la anciana a los ojos por un instante y pude ver reflejados en ellos una inmensa tristeza y dolor. Parecía a la vez que estaban vacíos, de una negrura muy profunda y extrañamente opaca. Por un momento me quedé observándola, mientras ella me señalaba mi mala budista y juntando las palmas me pedía algo de dinero. De alguna forma, por un instante era como si la observara desde el corazón y desde ahí surgió un sentimiento muy fuerte de compasión. Metí mi mano en el bolso que portaba y saqué unas monedas que llevaba sueltas y algún billete pequeño, que como mucho podría sumar unos 15 Yuan (1,5 euro), y se lo entregué a la anciana en la mano, envolviéndoselas con mis propias manos durante unos instantes. Hubo una extraña comunicación, seguida posteriormente de una decena de repeticiones de la palabra “xiexie”, mientras en sus ojos se encendió un brillo visible. Su cara pareció cambiar, perder arrugas, años, dolor y pena. Pero claro, seguro que eso era solo una percepción mía. Para ella, esos quince Yuan le permitirían comer ese día, así que su rostro estaba iluminado y mostraba una amplia sonrisa, dejando ver su único diente.
Sin apenas percatarme, en apenas unos segundos me vi rodeado de una decena de mendigos, todos harapientos, mutilados y muy sucios, pidiendo a viva voz que les diera también algo de dinero. Incluso había un crio de no más de diez años. Era una situación lamentable. Comenzaron a zarandearme, a tirar de mi túnica y de mi bolso hasta el punto de que me sentí ciertamente acosado. Incluso entre ellos mismos se peleaban por acercarse lo más posible. Yo trataba de decirles que ya no me quedaba dinero, que lo sentía mucho. Y no era verdad del todo, claro. Si que tenía dinero, pero eran todo billetes grandes, de cien Yuan y no era cuestión de sacarlos allí y repartirlos. Tampoco es que me sobrara el dinero a mí…
El caso es que me vi envuelto en un pequeño tumulto, con los mendigos empujándose, peleando y vociferando que les diera dinero. Esto llamó la atención de la policía, que no andaba muy lejos y que acudió de inmediato y comenzó a dispersarlos a todos a empujones y a golpes, cosa que hubiese querido evitar. Me condujeron amablemente a la entrada del recinto donde estaba ya el resto del grupo. Miré atrás desde la distancia a esta triste escena, muy distinta de la que pretendía.
Esta situación me hizo reflexionar y plantearme que no podía ayudar a nadie dándole limosna de esta manera. De alguna forma, mi acto altruista estaba mal planteado. Estuve largamente meditando sobre lo que era la compasión y la generosidad; De si la había realmente comprendido. Partiendo de la premisa que el estado natural del ser humano es el de necesidad, cuando muchas veces damos algo, en el fondo lo que buscamos sutilmente es recibir algo a cambio. Por ello, he sostenido siempre que hasta que no seamos capaces de comprender esto, hasta que no seamos capaces de desprendernos de verdad de esa necesidad, nuestros intentos de noble generosidad se convierten a menudo en el disfraz de una dependencia dañina.
Cuando son mal comprendidos, los ideales de compasión y generosidad no hacen sino que reforzar la dependencia y el apego, y así nos perdemos en una ayuda poco hábil, que casi no consigue nada, salvo alimentar sutilmente nuestro ego.
Eso me había ocurrido a mí, a pesar de que mi intención era buena, no había sopesado las posibles consecuencias, ni había sido capaz de descubrir de dónde salía esa necesidad de dar esa limosna, que en realidad se había convertido en un ejemplo de lo que denominamos “ayuda codependiente”. Esto reavivó un antiguo debate interno sobre la idoneidad de dar a veces ayuda inadecuada a ciertas personas, con lo que en realidad estamos contribuyendo a que esa persona eluda la realidad de su vida. Es lo de darle dinero a un drogadicto para ayudarle. Todos sabemos lo que haría de inmediato con ese dinero.
Pero aun sabiendo esto, ese día, la idea de mi condición de monje me impulsó a querer darle esas monedas a la anciana, sin tener en cuenta las repercusiones. Mi incapacidad en ese momento de decir que no, fue el detonante real de la creación de un pequeño conflicto, que si bien no tuvo consecuencias, sí que me hizo reflexionar.
Estuve luego largamente pensando sobre ello y estableciendo claramente los paralelismos en diferentes ámbitos de nuestras vidas. En muchas relaciones, nuestros miedos y dependencias pueden hacer que temamos decir la verdad, cosa que, afortunadamente he ido superando con el tiempo. Tal vez seamos incapaces de establecer límites y seamos incapaces de decir que no. Y siempre es el miedo el que en el fondo, a veces muy sutilmente nos limita. Siempre con el miedo a la desaprobación de los demás. De hecho, hay muchos hombres a los que les cuesta decir que no, sin importar lo que se les pida. En las relaciones afectivas sucede esto exactamente igual; Muchos se dejan caer en una relación insana o contraria incluso a sus principios, solo por el hecho de no saber decir “no” a tiempo, por no poner límites. Luego, cuando pasan años en esta situación, se encuentran llenos de resentimiento, sin comprender porque actúan así.
También en el ámbito familiar sucede esto con mucha, demasiada frecuencia hoy en día. Hay muchos padres que, con tal de no generar un conflicto inmediato, ceden a las pretensiones y caprichos de sus vástagos y son incapaces de ponerles límite alguno; Son incapaces de decir que NO. Y si lo hacen, lo hacen con la boca pequeña o no cumplen luego su palabra. Flaco favor se les está haciendo entonces a la educación en valores a esos hijos. Unos padres con cierta sabiduría, sabe cuando hay que establecer límites y cuando hay que decir que si o que no. Quieren a sus hijos y les ayudan, pero también respetan lo que los hijos necesitan para aprender por sí mismos. En muchas ocasiones un firme “no”, o “no puedo”, es la mejor ayuda que en realidad podemos ofrecer.
A veces, la verdadera compasión por nosotros mismos –no debemos olvidarnos que somos seres necesitados- y por los demás, exige que establezcamos fronteras y límites, que aprendamos a decir que no, pero sin alejar a la otra persona de nuestro corazón. Pero comprendí también, como ya me había dicho mi maestro, que la compasión no es una ciencia exacta, una forma de ser con reglas estrictas o fórmulas que no existen. Como sucede con todo en la vida –y el camino espiritual también formaba parte de ella- exige que estemos atentos y que escuchemos. Que comprendamos los motivos y luego obremos en consecuencia y establezcamos qué acción puede ser realmente una ayuda.  Muchas veces hemos de comprender que hemos hecho lo que hemos podido. Nada más.
En mi caso lo comprendí al ver el triste espectáculo de los mendigos peleándose entre ellos por unos billetes…
Ya en el autocar, de regreso al hotel, uno de los españoles me dijo que porque le había dado dinero a esa anciana si, de todas formas no la iba a sacar de la pobreza y nada iba a cambiar en su vida. Seguiría siendo lo que era, una mendiga y esa era su condición que, seguramente mi limosna no iba a cambiar ni un ápice.

“Muy cierto, no va a cambiar nada, pero hoy, seguro que tiene un plato de comida”… No le di limosna a un mendigo ni a la imagen que transmitía su aspecto exterior. Le di una parte de mí, de mi amor incondicional a un ser que sufría… esa era mi limosna, mi humilde regalo.

jueves, 17 de julio de 2014

¿Diferente?
Apenas hace unas horas que he tenido una pequeña discusión –si se le puede llamar así- con unas señoras en el paseo marítimo de nuestra localidad. El motivo, nada relevante en realidad, ha sido acerca del trato que le dan algunos a ‘sus’ animales de compañía.
Pero eso no es lo relevante, no. De la discusión no ha trascendido emoción alguna en mí que haya perdurado más allá de unos minutos. Pero si ha despertado una profunda reflexión que ha surgido con fuerza mientras estaba sentado contemplando las olas de la orilla del mar. Una reflexión que, al igual que las olas, iba y venía en forma de preguntas y respuestas.
¿Qué me hace realmente diferente a otras personas?... Esta pregunta, a la que siempre encuentro respuestas distintas rondaba sin cesar por los espacios de mi mente. El que yo pueda ser profesor, maestro, español, gitano, chorizo, alto, enfermero, heterosexual, blanco o tonto, no me hace distinto de todos los demás. Entiendo perfectamente que solo son etiquetas mentales que pertenecen al estado ilusorio de la mente humana. Nos sirven, al menos a mí- solo para mantener una intercomunicación con mis semejantes, para manifestar un estado del ser y para –a través de los sentidos- interpretar y percibir nuestro entorno. Y así es como nos relacionamos con lo que llamamos realidad.
Pero en el fondo – y llego al tema del porqué de la discusión de esta tarde- lo que busco y pretendo, inconscientemente o no, es que el resto del mundo sea como yo quiero que sea. Que se ajuste a mi realidad. Y si no es así, pues nos enervamos e incluso nos enfadamos. Todos deseamos que las cosas sean como nosotros queremos que sean. Eso es sin duda un atributo de nuestro ego… y así trata de hacerse fuerte, desplegando todo su orgullo y demás artimañas para auto-afianzarse como poseedor de la verdad…
Así pues, no soy tan distinto de los demás… ¿O quizás si?...
Quizás lo que me diferencia –que no es que me haga mejor o peor- es que soy muy consciente de ello. Que mi deseo nace de la idea profunda del sentido del Bodhisattva y de la aplicación de la compasión. Deseo que las cosas sean como creo que deben ser por una razón de base: que todos sean más felices y que cese el sufrimiento.
No dejo que mi ego se fortalezca en la idea de tener siempre la razón, ya sea objetiva o subjetiva; Poco importa. El caso es no dejar que anide en mi corazón y mi mente esa emoción perturbadora, que si bien por un momento puede revolotear por el cielo de mis pensamientos, no encuentra donde posarse.
En la práctica de ese camino, veo situaciones que conducen a potenciales errores y consecuentemente, al sufrimiento, y ante eso, no puedo permanecer impasible; Tengo que actuar.
De esta manera, la defensa de una idea, de una manera de hacer las cosas no se alimenta de insano orgullo, lo que nublaría sin duda el sentido común y oscurece nuestro corazón, haciendo imposible comprender lo que significa la compasión. Mantenerse firme, no es por lo tanto un baluarte inexpugnable de nuestro ego, sino una expresión de nuestra comprensión clara de las cosas con un objetivo positivo.
Así, cuando mantengo alguna discusión –casi siempre- trato de hacerlo sin que la rabia, el orgullo o la sin razón sean los argumentos empleados en mi manifestación. No dejo que haya emoción perturbadora que sea la que conduzca el tema. La tranquilidad y serenidad de fondo son los elementos que deben estar presentes. No hay sentimiento de odio, ni rencor, ni resentimiento, ni trato de prejuzgar a nadie. Simplemente defiendo y expongo mi visión de la situación, entendiendo incluso que el otro pueda tener una manera distinta de verlo.
Esto no implica que en un momento dado no deje salir mi carácter o mi indignación, pero jamás como arma arrojadiza hacia el otro. Jamás con intención de hacer daño o de menospreciar al otro, ya sea profesor, maestro, gitano, negro, ruso o extraterrestre, o rico o pobre… como yo.

Al fin y al cabo, todos somos más o menos iguales, pero nos creemos distintos.

martes, 15 de julio de 2014

La soledad de la montaña


Esta mañana, tras la meditación y la clase de Qigong, uno de los alumnos del maestro me ha invitado a ir con ellos a un manantial cercano a por agua. La idea me parecía interesante, aunque no entendía muy bien lo de ‘ir a por agua’ cuando a pocos metros del templo ya había un pequeño manantial del que nos surtíamos para todo.
Emprendimos la caminata por el sendero que discurre por los escarpados acantilados de la montaña, subiendo y bajando bastos y desiguales escalones tallados en la roca. Era media mañana y el sol ya se dejaba sentir sobre nuestras cabezas rapadas. Yo caminaba junto a los otros tres jóvenes –mucho más que yo- a un ritmo bastante tranquilo. Pero no me imaginaba que lo del sentido de ‘cercano’ era distinto para ellos que para mí, pues ya llevaríamos como media hora caminando y yo no veía el dichoso manantial por ningún lado.

-“Shenme shi hou women dao le?”, pregunté un par de veces a uno de ellos, obteniendo unas risas como respuesta…

Unos minutos más tarde, y tras doblar un recodo en el camino, comencé a escuchar un ruido de agua cayendo. Efectivamente, allí encontramos una hermosa cascada de agua, de unos veinte metros de caída, encajada en un estrecho desfiladero, muy cercano a una especie de puente. De no conocer el sitio, era difícil encontrarlo. Yo mismo había pasado días atrás por allí y no lo había visto.

El sitio era realmente impresionante; la cascada caía en una charca de unos tres o cuatro metros de diámetro, en medio de un pequeño desfiladero sin salida. Era como un refugio natural excavado por la naturaleza en la roca.

Nada más llegar, los tres monjes saltaron chillando como posesos a la poza, cuya profundidad no era excesiva pero les permitía cubrirse hasta el cuello en un agua tan fría como cristalina. Yo ya no me sentía con la edad –ni con la valentía- adecuada para hacer lo mismo. El agua estaba realmente helada; te cortaba casi la piel, pero allí estaban los tres, jugando como niños; tan contentos como gorrinos en un charco. Luego salieron y se despojaron de sus trajes que colgaron de las ramas de un viejo y reseco árbol que había y se sentaron a la orilla de la poza en posición de meditación. Me indicaron que hiciera lo mismo que ellos y a eso si que accedí sin problema.

Me senté sobre la roca, en posición de medio loto y traté de disfrutar de todos los sentidos que en esos momentos estaban como aletargados por la contemplación de tanta belleza natural. El entorno, al cerrar los ojos, se tornó de pronto en un silencio armonioso, donde solo el caer del agua en la poza dibujaba aun trazos de la realidad que mis sentidos podían percibir. Los olores, los ruidos de los pájaros, la brisa y el agua formaban una sintonía hermosa que me envolvía en un manto invisible. Poco a poco, las sensaciones de mi propio cuerpo físico fueron disolviéndose en un todo, dejando de percibirlo como una entidad separada.

Mi mente, mis pensamientos y mi cuerpo ya eran una sola cosa, en perfecta armonía con el entorno. Esa sensación solo la puedes percibir a posteriori, cuando sales de ese estado meditativo de vacío absoluto, pero a la vez de todo un mundo de sensaciones, que es indescriptible para los sentidos comunes. Una idea abstracta de lo que es la unión con el todo, que solo comprendes después de haberla sentido. Lo subjetivo y lo objetivo de la realidad se mezclan ahí de tal manera que no hay separación; No hay dos cosas, sino que todo es uno.

Esa es la experiencia del samadhi, del despertar de la mente sublime; Un estado del ser perfecto, donde no caben palabras para describirlo ni la necesidad de hacerlo. Solo una armoniosa y a la vez embriagante felicidad que, paradójicamente sentía en cada uno de mis poros, pero sin sentir mi cuerpo como tal.

En ese estado permanecí no sé cuánto tiempo, puede que media hora o más.

Luego, sales de ese estado de la mente y permaneces sentado, reflexionando con una claridad que por momentos me asustaba. Las preguntas y respuestas se sucedían en mi mente de una manera vertiginosa pero ordenada. Era una sensación de que pregunta y respuesta eran también una sola cosa. Una parte de mi mente, de mi yo –por definirlo de alguna manera- observaba a la otra parte de mí mismo en su desarrollo mental y emocional, como viendo todo el proceso. Así, uno mismo se convierte en observador de lo que observa, mientras al mismo tiempo hay un estado que lo puede percibir. Quizás, desde la perspectiva actual –mientras escribo esto ahora- era todo un galimatías mental, pero en esos momentos todo estaba tremendamente claro.

Estos estados alterados de conciencia, que yo ya había podido experimentar en varias ocasiones con esa intensidad, en estos lugares y circunstancias se convertían en casi un hábito, que poco a poco iban modificando tu estado interior. Sin las dispersiones de la mente en lo cotidiano de nuestra sociedad ajetreada occidental, era un camino mucho más fácil e intenso hacia esos estados del Nirvana… Algo siempre quedaba, de modo que algo importante iba cambiando en mi interior y se reflejaba en mi actitud externa.

Aun estaba absorto en mis pensamientos cuando volví a percibir el sonido de las voces de los otros tres monjes. Se habían vestido ya por completo y estaban encaramados en una pequeña ladera, recogiendo unas hierbas. Uno de ellos entonaba un mantra que yo había escuchado días antes en una de las liturgias de la mañana. Sonaba muy hermoso allí, entre las rocas inmensas, los arbustos y el tremendo abismo a nuestros pies.

Les pregunté si podía ayudarles y me indicaron que sí, que subiera allí y les ayudara a recolectar esas plantas, que yo por supuesto desconocía. Me costó lo suyo subirme a su altura –uno ya tiene una cierta edad en la que subirse como una cabra por las laderas, ya no es su especialidad- y me fijé el tipo de planta que estaban recolectando.
Lin Yun, uno de los monjes, me la enseñó y trató de explicarme que era una medicina o que con ella hacían una medicina muy poderosa. Eso por lo menos creí entender. Aun hoy no se de qué planta se trataba, pero debía ser autóctona de aquella zona. El caso es que encontré algunas y las coloqué en el cesto que llevaban. Lin Yun trató de explicarme que cuando arrancara una de esas plantas recitara un mantra, como agradecimiento a la tierra. También me indicó la manera correcta de hacerlo, para no dañar la planta.

Media hora más tarde, emprendimos el camino de regreso, lleno de una extraña euforia que me llenaba todos los sentidos. Creo que podría afirmar que irradiaba una energía muy poderosa. Era eso lo que realmente diferenciaba a la gente de aquí arriba de todos los demás.
Nos encontramos con el Maestro Shi DeJian justo en la entrada al templo, y se ve que Lin Yun le explicó que yo también había recogido algunas plantas, por lo que me saludó efusivamente con su curiosa sonrisa, haciéndome un gesto con el pulgar de su mano hacia arriba. Cogió un manojo de hierbas y me indicó que eran una poderosa medicina, aunque no comprendí muy bien para qué.

Cuando llegué a mi aposento en la pequeña cueva –perfectamente acomodada como vivienda, aunque muy austera- tomé mi cuaderno de apuntes y traté de darle cierta forma a la experiencia vivida, cuyo fruto es este mismo texto.
Nuevamente mi mente se perdió en el laberinto de las emociones y pensamientos, tratando de sacarlo todo a la luz y plasmarlo en papel, lo que originaba nuevas reflexiones acerca de la experiencia…
Pero eso, queda para otro día… me estaba quedando sin luz natural y salí fuera, a contemplar el hermoso atardecer que todos los días me regalaba la naturaleza. Me senté sobre el muro de piedra que separaba el pequeño camino de la casa, del abismo. Y traté una vez más de unirme en esa naturaleza sublime, donde te olvidas de ti mismo y te integras en el todo. El sol se estaba poniendo justo por encima de un mar de nubes bajas en el horizonte, justo entre varios picos de la montaña Shaoshi, dibujándolo todo de hermosos colores amarillos, anaranjados y rojizos, en una sintonía paisajística impresionante.
Solo había un “pájaro-deseo” que revoloteaba por mi mente de vez en cuando y era que deseaba poder compartir todo esto con la gente que quería, o con cualquiera que tuviera la suficiente sensibilidad para percibir el sentido de la vida a través de esta visión.
Estoy convencido de que en esos momentos, en esos atardeceres que tuve la ocasión de experimentar allí, parte de mi esencia se quedó en ese entorno, en esa unidad con la naturaleza…


Y que, de haber vuelto, era solo por la necesidad de poder compartirlo con vosotros…

lunes, 7 de julio de 2014

Paciencia

Ya no tengo la paciencia de antaño. Incluso me cuestiono si la virtud de tener paciencia se ve incrementada con el paso de los años. Ahora mismo no lo creo, aunque quizás se trate de una etapa más en mi vida, de la que debo aprender algo. Seguramente será algo así.
No es que pierda la compostura ante situaciones que me exasperan, si no que es cansancio de ver la incongruencia de la gente. La profunda incapacidad de aprender nada por sí mismos, de observar nuestro entorno y ser conscientes de la realidad. Cansado quizás de la evidente y cada vez más extendida incoherencia de todos nosotros. O de la mayoría. Y eso es extensible, según mi criterio, a todos los ámbitos de la vida.
Cansado de repetir por enésima vez un consejo –que me han pedido- sin que mi respuesta tenga repercusión alguna, o se cambie algo para mejorar determinada situación o hábito o problema. De que se repitan una y otra vez los mismos errores y que, encima, se traten de justificar en vez de afrontar el fracaso y empezar algo nuevo.
Muy hastiado de ver día a día como se destruyen valores, o de cómo éstos son sistemáticamente despreciados. De cómo esa falta de valores está minando nuestra sociedad, donde las cosas aparentan ir bien, o regular, según quien te lo quiera vender, pero que todos sabemos que adolece de muchas cosas. Que vivimos en una sociedad que produce infelicidad en cantidades industriales, favoreciendo la ignorancia en pro de un materialismo sistemático, que solo crea frustración.
Y nos quejamos de todo y por todo, en vez de ponernos de verdad a cambiar actitudes.
Veo como se enaltecen las llamadas nuevas tendencias o tecnologías, sin tener en cuenta el grave problema de fondo que nos crea y que no queremos entender, a pesar de que lo podamos intuir.
Y cansa. Y la paciencia, que no es infinita, se agota. Harto de aguantar a gente que ve que está haciendo algo mal, muy mal incluso y no hace nada por evitarlo. Porque, ¿Hay mayor estupidez e ignorancia que justificar nuestros errores, en vez de reconocerlos y tratar de cambiarlos?... No hay más tonto que el que no quiere aprender.
Constato en las clases como los niños de hoy, son mucho más torpes que los de hace 20 años, que tienen menos aguante, menos disciplina y menos capacidad por aprender movimientos que impliquen una coordinación psicomotriz. Las habilidades motrices se van debilitando, por el sedentarismo y la poca atención que se es capaz de mostrar. Eso sí, hay una extraordinaria habilidad para manejar todo tipo de aparatos electrónicos, pero una manifiesta incapacidad por coordinar tres movimientos seguidos. Esto hace que el aprendizaje sea cada vez más lento, más improductivo.
Cuesta horrores que tres niños se coordinen entre sí, pues carecen cada vez más del sentido de cooperación, de trabajo en grupo. Esto tiene una relevancia extraordinaria a unos ámbitos muy diferentes. Demuestra que hay un latente egoísmo en cada uno de nosotros, de que solo en situaciones extremas somos capaces de cooperar para sacer algo adelante. La individualidad está por encima del colectivo.
Ya no tengo paciencia, no… o muy poca. Se ha ido desgastando con el paso del tiempo. Y eso me lleva a la paradoja de llegar a ser intolerante con los intolerantes. Porque, ¿Hasta qué punto uno puede permanecer impasible con gente que, inconsciente o no, hace daño a los demás, a la naturaleza, a los animales? ¿Con gente que sigue robando y engañando amparados en estamentos políticos o de poder?... ¿Cómo se puede ser paciente con tanta injusticia social, con los deshaucios, con las personas que pasan hambre?...
Será sin duda que tengo que aprender, a volver a fortalecer mi paciencia, a trabajar con mi creciente intolerancia y desarrollar más la compasión…

¡Qué difícil!....