miércoles, 13 de abril de 2016

Estructuras…
La respiración es lenta, pausada, profunda… La mirada centrada en un espacio indefinido, pero muy alerta y consciente. El cuerpo en calma y la mente centrada en estar alerta. El primer movimiento surge de la nada, en una trayectoria armoniosa, con una extraña suavidad y lentitud, pero visiblemente cargada de una intensa energía, como preparando algo. De pronto, otro movimiento estalla en el aire a la velocidad del relámpago, y el rostro apacible y tranquilo se transforma en otra expresión de furia y fuego. Otra cadena de movimientos muy vigorosos y tremendamente rápidos se sucede en todas direcciones, imprevisibles. Se percibe una intensa energía en el aire…
Cada golpe de mano, cada patada rasga con su velocidad el aire, buscando blancos imaginarios. Espacios de aparente calma se intercalan entre la vorágine de golpes. La mirada dirige la intención, el corazón. Ha comenzado la forma, Qixingquan…”
La ejecución de las formas de Shaolin, no son una mera acumulación de técnicas, más o menos vistosas que obedecen a patrones preestablecidos. El trabajo profundo que con ellas se desarrolla, va mucho más allá de esta idea simple. Los monjes budistas utilizan la práctica de las técnicas de las formas como medio para alcanzar su yo profundo, su interior, su unidad con el todo. Es pues, específicamente en Shaolin, una práctica propia del budismo de esta escuela, la que busca alcanzar estados de conciencia superiores.
Cuando vemos a un experto o un monje, realizar alguna de estas formas tradicionales, podemos apreciar que hay algo en lo profundo de cada gesto, de cada mirada. Algo que es quizás indefinible, que se escapa a los conceptos preestablecidos y que está fuera del espacio y tiempo. Cuando comprendemos esto y sabemos apreciarlo o diferenciarlo, nos será muy fácil distinguir a un deportista marcial de un artista marcial tradicional o un guerrero de Shaolin. Hay algo significativamente distinto que marca una diferencia. Hay una expresión y una estructura detrás de las formas tradicionales que es como un traje en el que ha de enfundarse el practicante y manifestar con sus acciones, la singularidad de esa forma. Así el Kung-fu sale de tus huesos, de tu corazón y tu mente y es expresado mediante las acciones corporales, o lo que denominamos técnicas del estilo.
Pero esto es en realidad el resultado de una práctica exhaustiva y prolongada de los Jibengong, las técnicas de base del estilo. Esto ocurre con el taolu Qixingquan, pero es igual para cualquier otra forma. Entendemos en Shaolin que la práctica realmente importante no es el desarrollo de la forma en sí, si no su trabajo de base, de repetición de los detalles, del sentido de cada movimiento. Luego se unen diferentes cadenas de movimientos, con características similares y ya tenemos una forma.
Es por ello que decimos que la acumulación de formas, no significa que tengas un gran conocimiento del estilo. Esas formas han de ir precedidas de un trabajo de estructura interna, de desarrollo de sus cualidades específicas a través de los Jibengong. De ahí que, coleccionar formas, no te hace poseedor de su profundo conocimiento. Solo sabrás formas, poco más. Formas sin estructura, que se parecen – a veces mucho- a las tradicionales.

Cuando no tienes un trabajo continuo y profundo del Jibengong detrás de las formas, tus movimientos y ejecución de la misma te delatarán. Hay algo de vacío en tus gestos, pues difícilmente puedes encontrar su esencia si no la has descubierto y practicado exhaustivamente. Solo así puede crecer en ti esa expresión, esos gestos que pueden pasar de la calma y la suavidad, a la tempestad y la explosividad. Solo así es Shaolin. Solo así es kung-fu…

sábado, 9 de abril de 2016

Caminando...

Observo con cierto grado de fascinación los movimientos del maestro, que me muestra parte de una forma antigua. Cada gesto es como un regalo que me llena de entusiasmo, me hace sentir extraño, con las emociones a flor de piel. Son solo movimientos de Kung-fu, pero ejercen sobre mí, una poderosa atracción. Llevaba ya unos meses entrenando y aprendiendo los ejercicios de base, así que el iniciar por fin el estudio de una forma tradicional, era algo sumamente emocionante. Era descubrir una cultura nueva, exótica y fascinante a través de la práctica del Kung-fu de Shaolin.
El Maestro era muy estricto y duro. Me hacía repetir incansablemente una y otra vez la serie de movimientos, insistiendo en los detalles. Yo no comprendía muy bien tanta disciplina, tanta dureza y sacrificio, que en ocasiones hasta me hicieron llorar, unas veces de dolor y otras de rabia. Y en más de una ocasión pensé en abandonar, en dejar de aprender Kung-fu y hacer cualquier otra cosa menos sacrificada. Pero no; Al día siguiente ya estaba deseando que llegara la hora para comenzar de nuevo. Había algo muy poderoso que me atraía, que me hacía crecer la ilusión y me hacía sentir algo muy fuerte, muy dentro de mí. Algo que me impulsaba, a pesar del dolor y las lágrimas, a seguir adelante. A sentir pasión por lo que aprendía día a día, aunque solo fuera un simple movimiento nuevo. Lo sentía con el corazón.
Mi Maestro sonreía pocas veces, pero lo notaba satisfecho con mi esfuerzo, con mi insistencia y afán por aprender. Y cuanto más me esforzaba, más me exigía. No lo entendía, pero había muchas cosas que no entendía. Tenía solo 12 años. Con esa edad no se comprenden muchas cosas. No comprendes que te están forjando tu carácter y espíritu; Que están sacando lo mejor que llevas dentro. Que te están señalando un camino para que tú aprendas a caminar por ti mismo. Todo el dolor, el sacrificio y esfuerzo no eran más que herramientas de crecimiento. Era la manera de preparar tu mente y cuerpo para que desarrollaras tus habilidades innatas y latentes. La forma de aprender a gestionar tus emociones, tus capacidades creativas y formarte como ser humano. Ese era el Kung-fu que mi Maestro me estaba enseñando.
Solo muchos años más tarde, he logrado comprender muchas de sus enseñanzas ocultas, que me han llevado a ser quien soy y a situarme donde estoy en la vida. Solo cuando yo mismo me he dedicado también a la enseñanza, he sentido todo lo que en su momento me mostraba. Solo entonces logré comprender verdaderamente el valor del esfuerzo y del sacrificio. Sentí que cada lágrima vertida, por dolor o rabia, no hacía más que regar y nutrir la semilla que mi Maestro había plantado en la fértil tierra de mi corazón. Una semilla fuerte, que finalmente ha hecho crecer el árbol de mi vida; Que ha hecho posible que aún hoy, siga caminando por el sendero de las artes marciales.
Ese es el aspecto que hoy en día se ha perdido en occidente, la capacidad de sacrificio. Se han desdibujado las intenciones por las que alguien –un niño- practica algún arte marcial. Todo queda en la superficie de las apariencias, de lo superfluo, donde lo mediocre se exalta como un éxito. Pocos niños muestran ese entusiasmo, ese brillo en sus ojos por lo que están aprendiendo. Y pocos padres saben valorar en su justa medida lo que un profesor o Maestro les está enseñando a sus hijos. Hoy en día parece que todo queda relegado a la enseñanza de un puñado de técnicas y que, todo lo filosófico que hay detrás de ellas, queda difuminado en rituales y gestos teatrales, carentes de toda emocionalidad y valor ético.

Y aun así, podemos darnos con un canto en los dientes de que haya gente –niños y niñas- practicando. Algo es algo y hay sin duda muchos que se esfuerzan. Pero falta algo… o sobran cosas, no lo sé. Serán que los tiempos cambian. Pero hay cosas que son lo que son…

jueves, 7 de abril de 2016

Cómo tratar con el miedo

Según el budismo, existe un miedo impropio y un miedo apropiado.

Por ejemplo, cuando tenemos miedo a algo que no puede perjudicarnos, como una araña, o que no podemos evitar, como el envejecimiento, las enfermedades o tener un accidente, nuestro miedo es impropio, puesto que sólo sirve para deprimirnos y paralizarnos.

Por el contrario, cuando alguien abandona el tabaco porque tiene miedo de contraer cáncer de pulmón, este miedo es apropiado porque está basado en un peligro real y se pueden tomar medidas para evitarlo.

Por lo general, tenemos innumerables miedos: miedo al terrorismo, a la muerte, a separarnos de nuestros seres queridos, al compromiso, al fracaso, al rechazo, a perder nuestro trabajo, etcétera. La lista sería interminable.

La mayoría de nuestros miedos tienen su raíz en lo que Buda llama engaños, es decir, maneras distorsionadas de percibirnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Si aprendemos a controlar nuestra mente y a reducir y finalmente eliminar estos engaños, acabaremos con el origen de todos nuestros miedos, tanto impropios como apropiados.

Sin embargo, de momento necesitamos el miedo apropiado que surge de tomar consciencia de nuestra situación para poder cambiarla. Por ejemplo, no tiene sentido asustar a un fumador con que va a morir de cáncer de pulmón a menos que haya algo que pueda hacer al respecto, en este caso, dejar de fumar.

Si un fumador tiene suficiente miedo a morir de cáncer de pulmón, tomará las medidas necesarias para abandonar el tabaco. Sin embargo, si prefiere ignorar este riesgo, continuará creando las causas para sufrir en el futuro, negará el problema y no tendrá control.

Al igual que un fumador está expuesto a contraer un cáncer de pulmón debido al tabaco, nosotros también estamos expuestos al dolor, al envejecimiento, a las enfermedades y a la muerte debido a que estamos atrapados en el samsara, que no es más que el reflejo de nuestra propia mente incontrolada.

Estamos expuestos al dolor físico y mental que surge de una mente perturbada por los engaños del odio, el apego y la ignorancia. Podemos elegir negarlo y, por lo tanto, carecer de control, o podemos reconocer el peligro y buscar una manera de evitarlo eliminando las verdaderas causas del miedo (el equivalente al tabaco): los engaños y las acciones perjudiciales motivadas por ellos. De este modo, tendremos control y no habrá motivos para tener miedo.

Por lo tanto, un miedo moderado a nuestros engaños y al sufrimiento que producen es apropiado porque sirve para animarnos a realizar acciones virtuosas y evitar el verdadero peligro. En realidad, sólo necesitamos el miedo como impulso hasta que hayamos eliminado las causas de nuestra vulnerabilidad encontrando un refugio espiritual y adiestrando nuestra mente de manera gradual.
Después, dejaremos de tener miedo porque ya no habrá nada que pueda perjudicarnos, como le ocurre a un Destructor del Enemigo (aquel que ha alcanzado la liberación y ha derrotado al enemigo de los engaños) o a un Buda (un ser completamente iluminado).

Todas las enseñanzas de Buda son métodos para superar los engaños, el origen de todos los miedos.

Clases de miedo

Existen dos clases de miedo: el impropio y el apropiado. También se puede dividir en miedo a lo inevitable y a lo evitable.

La clave para tratar con el miedo es analizar qué clase de miedo tenemos y transformar los miedos impropios a lo que no podemos cambiar en miedos apropiados a lo que sí podemos cambiar. Entonces, debemos utilizar estos últimos como motivación para refugiarnos en las Tres Joyas y evitar las dificultades, e incluso finalmente lo que en este momento parece inevitable, como las enfermedades, el envejecimiento y la muerte.

Es necesario que nos preguntemos a qué tenemos miedo. Por ejemplo, ¿tenemos miedo a ponernos enfermos? Puesto que en la actualidad no podemos elegir nuestro estado de salud, este miedo no es constructivo. Sería más apropiado tener miedo al renacimiento contaminado y a los cuatro ríos del nacimiento, el envejecimiento, las enfermedades y la muerte, causados por los engaños.

Este miedo es constructivo y se llama renuncia, el deseo de escapar para siempre de los sufrimientos del samsara, incluidas las enfermedades. Con esta motivación es posible conseguirlo.

También es posible que tengamos miedo a la muerte. De nuevo, puesto que esta es inevitable, este miedo no es constructivo y nos conducirá a actitudes erróneas, como negar su existencia o tener la sensación de que nuestra vida carece de sentido.

Sin embargo, aunque vayamos a morir, no tenemos por qué hacerlo con una mente incontrolada. Por lo tanto, es mejor transformar nuestro miedo a morir en miedo a hacerlo con una mente incontrolada, puesto que de este modo podremos prepararnos para una muerte apacible.

O quizá tengamos miedo al rechazo. De nuevo, ¿de dónde procede en realidad este miedo? Probablemente se trata de miedo a no agradar a los demás. ¿Qué podemos hacer al respecto? Podemos cambiar nuestra manera de pensar y estimarlos. Esto está dentro de nuestras posibilidades.

Nuestro miedo al compromiso o a quedar atrapados sin poder dar marcha atrás también se puede transformar en temor constructivo reconociendo que lo que en realidad nos atrapa es nuestra propia mente.

El miedo apropiado surge al reconocer que todavía no nos hemos comprometido a escapar del samsara y nos anima a tomar la determinación de hacerlo.


En resumen, no podemos controlar el devenir de los acontecimientos, pero podemos aprender a controlar nuestra mente, actitud y conducta, y de este modo liberarnos de manera gradual de todos los miedos. 

miércoles, 6 de abril de 2016

Reflexiones de la tortuga
Núcleo familiar
Que algo no va muy bien en nuestra sociedad, es bastante evidente; Basta con echar un vistazo a los medios de comunicación de cualquier día para confirmarlo. Y no me refiero obviamente a las catástrofes naturales, si no a todo aquello en lo que el ser humano tiene relación directa. Asesinatos, maltrato, violencia de género, bulling, maltrato animal, estafas, abusos, acoso, pederastia, ladrones de guante blanco, violencia en el deporte, corrupción, etc.
Cabría preguntarse el porqué de tanto conflicto, de tanta violencia, de tanta sinrazón, pero la respuesta, aún siendo muy sencilla, podría llenar una enciclopedia entera, y aún así creo que no lograríamos entenderlo del todo. ¿No será quizás que el ser humano ha perdido facultades cognitivas? ¿No podría ser que la “máquina que piensa” -nuestra mente- está defectuosa ya de fábrica? ¿O será quizás que no hemos aprendido a utilizarla adecuadamente? ¿Será que la ignorancia se ha instalado en nuestros sentidos y emociones?... En este laberinto de preguntas y respuestas, hay seguramente mucha gente caminando erráticamente, tratando de comprender mínimamente el sentido de la vida.
¿Dónde está pues el verdadero origen de tanto conflicto? Lo genera la sociedad, podría ser una respuesta fácil, con la que muchos se contentan y dejan de indagar. Pero el problema sigue latente y surge desde cualquier situación inesperada. Vamos a verlo desde un punto de vista práctico y tratar desde ahí, comprender el porqué de estas situaciones.
Hablamos de sociedad, como si ésta en sí misma fuese una especie de individuo, o tuviese identidad propia. La sociedad en sí no existe como tal, sino que es solo un conjunto de individuos que deciden tratar de vivir en comunidad. Por lo tanto, hay que descartar a la sociedad como el origen de los conflictos. Está claro que es una cuestión puramente individual. Es en cada individuo donde se genera pues el conflicto. Es ahí donde debemos sin duda, comenzar a buscar respuestas. Esa es la fuente original de los conflictos. Y dentro del individuo, a poco que ahondemos en su psique, nos encontramos con múltiples identidades, todas pugnando por tener la supremacía sobre la personalidad del ser. Todas alentadas continuamente por el Ego.
Difícilmente, una persona así, puede desligar sus acciones, de sus pensamientos desordenados y en continuo conflicto interno. Casi todo lo que surge de ahí, de su inconsciencia, estará contaminado por alguna de las falsas identidades ilusorias que lo dominan.
Pero esto sería el individuo como entidad aislada. ¿Dónde comienza pues la sociedad?... La sociedad comienza ni más ni menos que en el seno familiar. Es ahí donde se desarrollan las bases de la futura comunicación con todos los demás individuos que conforman una sociedad. Y es ahí precisamente donde se han de poner las cosas en orden; Donde han de establecerse pautas y normas de convivencia y conducta que han de servirnos fuera del núcleo familiar. Ahí es también donde aprendemos a controlar los conflictos y las emociones, donde aprendemos a situar adecuadamente los valores en su justa medida de tiempo y espacio (situación). Y es dentro del seno familiar, donde comienza la sociedad y la comunicación, sentados a la mesa. Es ahí precisamente donde nuestras identidades entran en contacto directo con situaciones de protocolo, de disciplina, de la ética más elemental. Es ahí donde comienzan las primeras normas de comportamiento, las mismas que luego han de servirnos para desenvolvernos adecuadamente en la calle, en la oficina, en el trabajo, en la escuela.
Pero, ¿Que sucede cuando vemos que ya en la mesa no hay reglas, el comportamiento es egoísta, no hay respeto, ni por los alimentos ni por los demás, se habla por el móvil, o la comida se desarrolla viendo la televisión? Pues sucede que en esa situación, tan emocionalmente importante y relevante, se están produciendo las normas de nuestra conducta fuera, en la vida cotidiana. Relevante además para la cohesión familiar, para mantener un núcleo y lazo familiar fuerte y unido. Y es la familia el núcleo básico de la sociedad. Así pues, una sociedad con las familias desestructuradas y rotas, es una sociedad débil y enferma de raíz. Las familias han de estar unidas, ser fuertes y buscar objetivos comunes, potenciando los valores intrínsecamente humanos de la convivencia.
Si no somos capaces de mantener ese orden y armonía en la mesa, la familia comienza a resquebrajarse por ahí. Las familias han de reforzar en su seno la personalidad del individuo, desarrollando una comunicación y enseñanza de los valores basadas en las emociones y no en los conocimientos técnicos. Para eso están las escuelas.
Es lamentable ver como los niños, que son los que resultan ser los más importantes en ese núcleo, juegan ya desde temprana edad con sus dispositivos móviles en la mesa, o rechazan con asco la comida, o se sirven los primeros, olvidando las más elementales reglas de cortesía hacia los mayores. O bien se levantan de la mesa sin que los demás hayan terminado, o se ponen a comer sin esperar a los demás, etc. Son todas conductas que determinan una actitud, que es con la que luego se van a relacionar o enfrentar en la calle a los demás. Entonces desarrollan una cierta apatía a todo lo que significa reglas de conducta o convivencia. Todo parece que restringe sus libertades. Y ya tenemos uno de los problemas de la sociedad actual: la baja o nula tolerancia a la frustración.
Comienzan a desdibujarse las reglas de la cortesía hasta un punto en que ya no se perciben siquiera, y recordarlas, parece que es ser retrógrado. La educación, que es una tarea encomendada a los padres, se está perdiendo en una sociedad acelerada en todos los sentidos, donde prima todo lo conseguido fácil y sin esfuerzo. Donde tenemos de todo en todo momento y esa es la cultura que se les enseña a los más pequeños. La cultura de lo superfluo, de lo innecesario y excesivo. La cultura del mínimo esfuerzo con el máximo de beneficio, sin importar mucho los medios empleados para conseguirlo. La cultura de las nuevas tecnologías, en las que se crean mundos paralelos ilusorios y en los que se sumergen y viven mucha gente.
Niños caprichosos que se cansan de una actividad y pasan a otra sin pensarlo ni dos veces, con el beneplácito de unos padres permisivos hasta lo absurdo. Niños que tienen demasiadas cosas de todo, y aún así no paran de pedir más. Niños que no saben apreciar el valor de las cosas ni el esfuerzo por conseguirlas. Niños que pasan más fines de semana con amigos que con su familia. Niños que no comprenden el sentido de la disciplina porque en su seno familiar no existe jerarquía y todos mandan, opinan y hacen a su antojo. Niños con ordenadores, televisores en sus cuartos y teléfono móviles de última generación pegados a sus manos. Que viven casi recluidos en sus cuartos. Niños que acaban por imponerse a sus progenitores y se convierten en pequeños dictadores. En definitiva, niños inconscientes educados por padres ignorantes del daño que se están haciendo a ellos mismos y a sus hijos. Se les protege con orgullos absurdos y egocéntricos en vez de reflexionar y ver la realidad. Hemos de comprender que “nuestra princesa de la casa, la más guapa, la mejor en todo”, deja de serlo cuando sale a la puerta de la calle, donde es solo una niña más. El Juez de menores, D. Emilio Calatayud lo refleja perfectamente en muchas de sus conferencias acerca de ésta profunda problemática social de los jóvenes.
Cuando tengan que valerse por sí mismos, se encontrarán con la cruda realidad de la calle, de la vida y entonces no sabrán cómo actuar sin generar conflictos y frustraciones. Tienen dificultades para la comunicación real con los demás. No sabrán hacer nada constructivo ni generar ilusión por las cosas. No sabrán hacerlo porque no tuvieron la ocasión de desarrollar esas cualidades en el seno familiar. Observemos esto detenidamente, con seriedad, y veremos donde está la raíz del problema.
Cabe destacar que hoy en día, y me atrevería a decir que es producto de todo lo anteriormente expuesto, existen muchísimas familias rotas, con padres separados. Esto no es más que un problema más añadido, que agrava la ya precaria o nula educación emocional de muchos niños. En nuestra escuela se nota mucho los niños de padres separados. Su comportamiento es distinto. Poco se puede hacer pues se trataría de dejar de una vez de que prevalezcan los intereses económicos y los orgullos particulares, a favor de la responsabilidad de educar al hijo/a. Pero eso no va a ocurrir…
Así pues, cuando nos encontremos en lo cotidiano con un conflicto, en el ámbito que sea, reflexionemos y veamos que tal lo estamos haciendo nosotros en nuestro núcleo familiar…

Así, cuando nos encontremos de frente con una de estas problemáticas, no se podrá decir que no tenía razón…