jueves, 24 de noviembre de 2016

guerra perdida...

Que los tiempos están cambiando, no es ninguna novedad. Que lo hacen a cada segundo, tampoco. Pero hay algo que sí que está cambiando, y es nuestra percepción del mismo. Al menos la mía. Y no solo eso está cambiando a un ritmo vertiginoso, sino que nuestra respuesta, tanto emocional como física lo hace también. Y eso, teniendo en cuenta de que nuestros pensamientos son los que conforman de una manera subliminal la realidad en la que vivimos, pues creo que debería preocuparnos un poco. O bastante…
Pero no, parece ser, a tenor de lo que observo día a día, de que nuestras conciencias están tan aletargadas, que no reaccionamos adecuadamente para conducirnos por un camino mejor. No. O eso, o es que aún sabiéndolo, no hacemos nada y nos importa un carajo monumental. No sé si es más de tontos, o inconscientes e ignorantes…
Eso sí, disponemos de una ingente cantidad de información sobre todo, pero cada vez estoy más convencido de que escalamos en una inmensa montaña de basura informativa, pensando que nos sirve de algo. Y la verdad es que solo sirve para tener más información, pero poco más. Nos atiborramos de noticias sobre cualquier tontería que en realidad ni nos afecta ni nos interesa mucho. ¿No es eso el Facebook?... Entretiene, dicen algunos, pero, ¿Sirve de algo ese entretenimiento vacío? ¿Nos aporta realmente algo que pueda cambiar nuestras vidas y ser un poco más felices? ¿Entendemos mínimamente el porqué gastamos tanto tiempo en esos espacios ilusorios? ¿Y nos llega a preocupar realmente?
Damos por válidas nuevas formas de comunicación, nuevas maneras de expresarse, donde todo vale, sin tener en cuenta las consecuencias, que siempre las hay. Sin tener en cuenta de cómo eso puede modificar nuestra percepción de la realidad hasta niveles insospechados. Perdón, quise decir inconscientes.
Las emociones, verdaderos vehículos primarios de nuestra comunicación en todos los sentidos, se ven relegadas en un escueto plano secundario. Y a veces ni eso. Y entonces ocurren las percepciones de comunicación erróneas, las malas interpretaciones de lo que vemos y oímos, porque no hay una emoción a la que hacer frente, con la que interrelacionarse de manera directa y clara. Nuestras propias respuestas emocionales se ven condicionadas por la percepción –muchas veces errónea- de esa comunicación. Y cuando no tenemos enfrente un interlocutor real, que reacciona emocionalmente ante nosotros, no podemos saber si nuestras acepciones son realmente bien entendidas.
Luego nos quejamos continuamente de que “algo” no va bien en la sociedad, pero seguimos fomentando y manteniendo la fuente del problema. No queremos verlo. O no sabemos, porque de todo habrá.

Observo, no sé si con más tristeza que rabia, como hay personas, cada vez más jóvenes, que están literalmente (y patológicamente) enganchados al móvil, a las llamadas nuevas tecnologías. Sin ser conscientes del potencial peligro que tiene el mal uso de estas tecnologías, porque no vamos a negar que al fin y al cabo son herramientas de comunicación.
Pero aún así, también observo como la inconsciencia, alentada por esos medios e industrias, fomentan el uso indiscriminado de los mismos. Hay que convertir las posibilidades de mal uso y sus consecuencias,  en mínimas, hacerlas desaparecer por completo, para que el consumo del producto no pueda verse afectado. Por eso hay que hacer creer a la opinión pública que disponer de todas esas nuevas tecnologías, es lo moderno, lo imprescindible. Que casi no existe la vida sin esas tecnologías. Esa es la sutíl manipulación de las masas. Y es también esa la razón –o una de ellas- por las que todo cambia tan rápidamente. Aun no nos hemos familiarizado con un producto, cuando sale otro más avanzado al mercado. Y hala, a cambiarlo…
A mí personalmente, me parece una barbaridad y una inconsciencia total el darle a un niño de apenas 10 años un teléfono móvil de última generación. A un crío que apenas entiende lo que son las emociones ni por supuesto como manejarlas. Creo, sin exagerar, que le estamos proporcionando una peligrosa herramienta de auto-destrucción. Un medio en el que seguramente –es solo apariencia- se desenvuelva como pez en el agua. Pero es un agua envenenada, contaminada… Niños que manejan estas tecnologías como quien maneja una simple calculadora, pero que luego no saben relacionarse sanamente con el prójimo. Niños que no saben jugar. Niños que no han recibido educación emocional alguna…

Hace unos días, charlando con un amigo mío, que casualmente es Inspector Jefe de la Policía Nacional, especializado en temas de ciber-acoso y violencia de género, me comentaba que los padres no deberían proporcionales teléfonos móviles a menores de 12 años, bajo ninguna circunstancia, y a los menores de 16, que no dispusieran de internet o whatsapp en sus dispositivos, habida cuenta de los peligros reales que se están comprobando, algunos de ellos ya tipificados como delitos. Las repercusiones pueden ser muy serias y en ocasiones, por desgracia irreversibles.

Palabras como cyberbulling, sexting o grooming, nos pueden sonar como raras, extranjeras, pero son hechos que lamentablemente se están produciendo día a día en nuestras escuelas y tienen como punto común el uso –o mal uso- de las nuevas tecnologías de comunicación. El que un enorme porcentaje de menores dispongan de teléfonos móviles con internet, es la base para que estas peligrosas tendencias puedan proliferar sin freno alguno. La tontería de que el niño necesita un teléfono móvil para estar localizado, para una emergencia o, lo que me da la risa, para estudiar, queda evidente de que no es cierto. Bastaría con que, si fuera necesario de verdad, tuviera un terminal solo para llamar, sin internet. Es solo la excusa para justificar que se es incapaz de gestionar esta “necesidad imperiosa” de tener un móvil. De estar permanentemente enganchados al teléfono. Y da igual que se tenga solo 10 años.
Pero paradójicamente, los que parecen estar siempre equivocados, o exageran, o son anticuados, son precisamente las personas –como yo mismo- que alentamos de estos peligros potenciales, que la gente ‘dormida e ignorante’ no quiere ver, a pesar de que las evidencias y hechos están ahí, a la vista. Esta es mi ‘guerra particular’, por definirlo de alguna manera. Es mi lucha constante contra algo que sé no podré vencer nunca, pero que mi ideología y mi conciencia me empujan a enfrentar. Y no importa que me llamen de todo menos bonito, como dice el refrán. Sé que tengo razón. No necesito costosos estudios, ni eminentes científicos y psicólogos, ni jueces ni policías que lo confirmen y me puedan dar la razón. Es simple y pura visión clara. Es simple lógica conductual. Y contra eso solo cabe la demostración empírica de lo contrario. Y eso, por ahora no ha sucedido, ni creo que suceda…


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