¿Porqué
el ser humano es sustancialmente incapaz de asimilar su incomprensión de cómo
funciona la mente? ¿Por qué una y otra vez cae en el mismo error, en la misma
conducta destructiva para él mismo y para los demás?
¿Por que llevamos miles de años
insistiendo en cómo deben ser las cosas para que seamos más felices – meta de
casi todos los seres vivos conscientes - , pero seguimos repitiendo la misma
conducta destructiva y nociva, haciendo siempre lo mismo?
Sin duda porque buscamos en el lugar
erróneo. Buscamos en la satisfacción constante de nuestros deseos, lo que en
realidad no tiene fin. Y buscamos en lo superficial, en lo material, como si el
hecho de poseer las cosas nos proporcionara la llave de la felicidad. Y no es
eso en absoluto.
Creo, en último término que ni
siquiera hay que busca la felicidad y que ésta aparecerá cuando nos sentemos y
dejemos de buscarla. Porque siempre la hemos llevado dentro…
¿Qué podemos hacer cuando personas
ajenas a uno mismo, manipulan a su antojo la realidad de las circunstancias en
las que uno se desenvuelve? Porque tú puedes adaptarte a la realidad que has
creado en el mundo de los fenómenos, pero cuando te modifican esas
circunstancias y te obligan a vivir en ellas, te sientes impotente, despojado
de toda capacidad de crear amor e ilusión.
Un prisionero en una celda es capaz
de crear un espacio de libertad en su mente, si, por supuesto, pero su cuerpo
seguirá prisionero del mundo físico donde le han colocado contra su voluntad. Y
en esencia somos un ser completo, es decir, que el cuerpo y la mente son indivisibles
e inter-dependientes. Entonces esa libertad, no es del todo real, sino ilusoria.
Una persona enferma puede crear en
su mente una sensación libre de su enfermedad, pero seguirá unido a su cuerpo
físico, al contenedor de su mente. Y tarde o temprano tendrá que tomar contacto
con su estado físico, con su dolor y sufrimiento. No puedes estar toda la vida
manteniendo alejada tu mente de tu cuerpo físico y de sus percepciones.
Un pobre padre de familia es capaz
de crear ilusión en sus hijos, con sonrisas y mucho amor, pero no podrá llenar con
ello sus estómagos vacíos si no tienen para comer. La acción física es
necesaria para alimentar y sostener el aspecto interno y espiritual. Todo es
interdependiente en este sentido de las cosas.
El contenido de un cuenco, puede
existir en él precisamente por ser lo que es; un vacío capaz de contener algo.
Cuando una persona percibe una
circunstancia o un fenómeno del mundo material, lo hace siempre a través de sus
seis sentidos (aunque básicamente perciba como reales solo cinco). Esto produce
una reacción, también en el mundo fenoménico que conduce a nuestras
interrelaciones, a nuestras comunicaciones. Es el mundo en el que nos
desenvolvemos. Y esa reacción es también la que nos conecta con nuestro mundo
interior, de donde surgirán siempre nuevas reacciones a esas percepciones.
Cuando esos fenómenos –sobretodo los
negativos- se repiten en forma similar en el tiempo y espacio, los percibimos
no ya a través de nuestros sentidos físicos, a lo que estamos habituados, sino
que esa percepción surge de nuestros recuerdos.
Y en ese ámbito de los recuerdos no
hay experimentación directa de los fenómenos, es decir, la herramienta que
usábamos para interpretarlos no está en el presente, sino que echamos mano de
los recuerdos que tenemos de ellos. Así, el recuerdo de un dolor sufrido, no es
realmente doloroso a los sentidos físicos, y por lo tanto no influye o no puede
influir de manera real y efectiva en nuestras reacciones.
Recordar un dolor físico no es
fisiológicamente posible, aunque sí podemos recordar la sensación que nos
produjo en su momento; Sensación sobre la que nos basamos para creer
ilusoriamente que revivimos realmente ese dolor, que lo volvemos a experimentar
de nuevo. Pero eso es solo un recuerdo, una proyección de nuestra mente. Habría entonces que matizar la diferencia entre el dolor físico
–percibido a través de los sentidos- y el dolor emocional, surgido desde la
mente y que puede tener causas externas o internas.
Así repetimos una y otra vez las
emociones y conductas destructivas, sin percibir que realmente reaccionamos
sobre una proyección irreal en el tiempo y espacio del mundo de los fenómenos.
De esta manera no estamos casi nunca en el aquí y ahora, en el momento
presente, ni percibimos las cosas como realmente son.
Esto ya fue expuesto por el
psicólogo alemán Edmund Husserl, con su ‘reducción fenomenológica’, una manera
de ver y percibir las cosas sin una creencia previa sobre los fenómenos y
verlos tal y como se presentan. En un principio es una filosofía interesante,
pero puesta a prueba bajo la lupa de la práctica del pragmatismo humano, vemos
importantes carencias que la hacen bastante inviable.
Y esta supuesta inviabilidad es la
que en ocasiones nos llena de desesperanza, un veneno que va invadiendo muchos
aspectos de nuestra vida y nos convierte en seres llenos de miedo, de oscuridad
y de desamor.
El resentimiento es un claro ejemplo
de esto que estoy exponiendo. Resentimiento no significa otra cosa que “volver
a sentir” una experiencia dolorosa cuando los mecanismos de percepción no son
ya reales, sino recreados en nuestra mente. Así alimentamos una experiencia
lejana en el tiempo con emociones actuales, creando y manteniendo una continua
sensación de realidad que no existe salvo en nuestra mente. Queremos así
mantener ‘viva’ la sensación que en su momento nos produjo esa circunstancia o
experiencia para justificar nuestro supuesto papel de victima. Y eso nos va
envenenando poco a poco.
Una flor no es nunca ni bella ni
fea, es una flor. Una persona no es alta, gorda o mentirosa; es simplemente una
persona. No ver a un perro como perro, sin adjudicarle adjetivos, es no verlo
en absoluto. Así esta forma de percibir los fenómenos nos separa de su
verdadera esencia y fortalece nuestro ego, nuestro sentido del Yo, porque eso
nos confiere supuestamente poder sobre esos fenómenos. Los adjetivos que le
atribuimos como identidad propia, son ilusorios y en cualquier caso subjetivos.
Nadie es mala o buena persona, ni
nada es bueno o malo en si, como forma de identificarlo. Esta manera de
clasificar las personas o los fenómenos conduce a una visión dualista, que nos
separa de la realidad y nos aleja de la idea de que todo somos parte de la
misma cosa.
Pero esto no significa que tengamos
que abstenernos de admirar la belleza de una flor o disfrutar de nuestro perro.
Porque, aunque le hayamos adjudicado esa cualidad, no le damos importancia ni
nos relacionamos exclusivamente a través de la misma. Es decir, deja de ser un
condicionante que nos impide relacionarnos con las cosas y sus circunstancias.
Cuando por ejemplo, tachamos alguien
de mentiroso, no solo estamos percibiendo y proyectando una realidad falsa,
sino que ponemos en marcha una reacción en cadena, pues posiblemente esa persona dejará de
tener interés en comunicarse con nosotros. Este hecho se repite millones de
veces al cabo de cada momento en las comunicaciones de los humanos, lo que crea
un océano de conflictos, todos inter-relacionados, como una inmensa e infinita
tela de araña.
Creamos así un mundo falso,
desprovisto de humanidad y basado en lo material… (¿No os recuerda esto a la película "Matrix"?)
“Somos capaces de pintar el más
hermoso de los árboles,
pero no lograremos jamás que ningún
pájaro se pose en sus ramas…”
Nuestra identidad en el mundo de los
fenómenos en el que nos relacionamos, esta determinada por dos factores: uno
por nuestra propia percepción de lo que somos y el otro por la relación que los
demás establecen con nosotros.
Podemos, sin ser conscientes de
ello, considerar que nuestra identidad –a la que adjudicamos una elevada
credibilidad – está constituida por muchas cosas, como la raza, nuestro cuerpo,
nuestras creencias o nuestros pensamientos.
De alguna manera existimos en el
mundo fenoménico a través de la percepción de los demás. A esto nos hemos
acostumbrado desde muy temprana edad, de modo que constituye ya nuestra manera
de pensar. Es el origen de la existencia del Yo.
Nos sentimos reconocidos por
nosotros mismos a través de la respuesta a los fenómenos y a la relación con
los semejantes. Cuando alguien nos aprecia, nos ama o le caemos bien, nos
sentimos reconfortados. Cuando se nos odia, detesta o le caemos mal, nos
sentimos mal, nos incomoda. En cualquiera de los casos, se ponen en marcha los mecanismos
de las emociones que nos hacen sentir. La indiferencia no nos proporciona nada
en lo que reflejarnos. La indiferencia es en realidad una vía de escape de
nuestro miedo.
Esto me lleva a pensar en que,
cuando alguien, con quien hemos tenido una estrecha relación sentimental, nos
abandona, o nos echa de su lado, nos sentimos como que nos falta algo. Y es
precisamente ese algo, esa idea de identidad de uno mismo, proporcionada por
los demás la que nos falta.
De esta manera, estar demasiado
apegado a una persona o situación emocional, cuando ésta nos falta, puede
hacernos sentirnos muy vacíos. Podemos sentir que hemos perdido el sentido de
la vida, pues vivíamos la misma a través de nuestra interrelación con los demás
y los fenómenos.
Cuando esto nos falta, ¿Cómo o, a
través de qué vivimos la vida?
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