lunes, 4 de marzo de 2013

La mente dual


¿Porqué el ser humano es sustancialmente incapaz de asimilar su incomprensión de cómo funciona la mente? ¿Por qué una y otra vez cae en el mismo error, en la misma conducta destructiva para él mismo y para los demás?
            ¿Por que llevamos miles de años insistiendo en cómo deben ser las cosas para que seamos más felices – meta de casi todos los seres vivos conscientes - , pero seguimos repitiendo la misma conducta destructiva y nociva, haciendo siempre lo mismo?
            Sin duda porque buscamos en el lugar erróneo. Buscamos en la satisfacción constante de nuestros deseos, lo que en realidad no tiene fin. Y buscamos en lo superficial, en lo material, como si el hecho de poseer las cosas nos proporcionara la llave de la felicidad. Y no es eso en absoluto.
            Creo, en último término que ni siquiera hay que busca la felicidad y que ésta aparecerá cuando nos sentemos y dejemos de buscarla. Porque siempre la hemos llevado dentro…

            ¿Qué podemos hacer cuando personas ajenas a uno mismo, manipulan a su antojo la realidad de las circunstancias en las que uno se desenvuelve? Porque tú puedes adaptarte a la realidad que has creado en el mundo de los fenómenos, pero cuando te modifican esas circunstancias y te obligan a vivir en ellas, te sientes impotente, despojado de toda capacidad de crear amor e ilusión.

            Un prisionero en una celda es capaz de crear un espacio de libertad en su mente, si, por supuesto, pero su cuerpo seguirá prisionero del mundo físico donde le han colocado contra su voluntad. Y en esencia somos un ser completo, es decir, que el cuerpo y la mente son indivisibles e inter-dependientes. Entonces esa libertad, no es del todo real, sino ilusoria.

            Una persona enferma puede crear en su mente una sensación libre de su enfermedad, pero seguirá unido a su cuerpo físico, al contenedor de su mente. Y tarde o temprano tendrá que tomar contacto con su estado físico, con su dolor y sufrimiento. No puedes estar toda la vida manteniendo alejada tu mente de tu cuerpo físico y de sus percepciones.

            Un pobre padre de familia es capaz de crear ilusión en sus hijos, con sonrisas y mucho amor, pero no podrá llenar con ello sus estómagos vacíos si no tienen para comer. La acción física es necesaria para alimentar y sostener el aspecto interno y espiritual. Todo es interdependiente en este sentido de las cosas.

            El contenido de un cuenco, puede existir en él precisamente por ser lo que es; un vacío capaz de contener algo.

            Cuando una persona percibe una circunstancia o un fenómeno del mundo material, lo hace siempre a través de sus seis sentidos (aunque básicamente perciba como reales solo cinco). Esto produce una reacción, también en el mundo fenoménico que conduce a nuestras interrelaciones, a nuestras comunicaciones. Es el mundo en el que nos desenvolvemos. Y esa reacción es también la que nos conecta con nuestro mundo interior, de donde surgirán siempre nuevas reacciones a esas percepciones.

            Cuando esos fenómenos –sobretodo los negativos- se repiten en forma similar en el tiempo y espacio, los percibimos no ya a través de nuestros sentidos físicos, a lo que estamos habituados, sino que esa percepción surge de nuestros recuerdos.
            Y en ese ámbito de los recuerdos no hay experimentación directa de los fenómenos, es decir, la herramienta que usábamos para interpretarlos no está en el presente, sino que echamos mano de los recuerdos que tenemos de ellos. Así, el recuerdo de un dolor sufrido, no es realmente doloroso a los sentidos físicos, y por lo tanto no influye o no puede influir de manera real y efectiva en nuestras reacciones.
            Recordar un dolor físico no es fisiológicamente posible, aunque sí podemos recordar la sensación que nos produjo en su momento; Sensación sobre la que nos basamos para creer ilusoriamente que revivimos realmente ese dolor, que lo volvemos a experimentar de nuevo. Pero eso es solo un recuerdo, una proyección de nuestra mente. Habría entonces que matizar la diferencia entre el dolor físico –percibido a través de los sentidos- y el dolor emocional, surgido desde la mente y que puede tener causas externas o internas.

            Así repetimos una y otra vez las emociones y conductas destructivas, sin percibir que realmente reaccionamos sobre una proyección irreal en el tiempo y espacio del mundo de los fenómenos. De esta manera no estamos casi nunca en el aquí y ahora, en el momento presente, ni percibimos las cosas como realmente son.

            Esto ya fue expuesto por el psicólogo alemán Edmund Husserl, con su ‘reducción fenomenológica’, una manera de ver y percibir las cosas sin una creencia previa sobre los fenómenos y verlos tal y como se presentan. En un principio es una filosofía interesante, pero puesta a prueba bajo la lupa de la práctica del pragmatismo humano, vemos importantes carencias que la hacen bastante inviable.
            Y esta supuesta inviabilidad es la que en ocasiones nos llena de desesperanza, un veneno que va invadiendo muchos aspectos de nuestra vida y nos convierte en seres llenos de miedo, de oscuridad y de desamor.

            El resentimiento es un claro ejemplo de esto que estoy exponiendo. Resentimiento no significa otra cosa que “volver a sentir” una experiencia dolorosa cuando los mecanismos de percepción no son ya reales, sino recreados en nuestra mente. Así alimentamos una experiencia lejana en el tiempo con emociones actuales, creando y manteniendo una continua sensación de realidad que no existe salvo en nuestra mente. Queremos así mantener ‘viva’ la sensación que en su momento nos produjo esa circunstancia o experiencia para justificar nuestro supuesto papel de victima. Y eso nos va envenenando poco a poco.

            Una flor no es nunca ni bella ni fea, es una flor. Una persona no es alta, gorda o mentirosa; es simplemente una persona. No ver a un perro como perro, sin adjudicarle adjetivos, es no verlo en absoluto. Así esta forma de percibir los fenómenos nos separa de su verdadera esencia y fortalece nuestro ego, nuestro sentido del Yo, porque eso nos confiere supuestamente poder sobre esos fenómenos. Los adjetivos que le atribuimos como identidad propia, son ilusorios y en cualquier caso subjetivos.

            Nadie es mala o buena persona, ni nada es bueno o malo en si, como forma de identificarlo. Esta manera de clasificar las personas o los fenómenos conduce a una visión dualista, que nos separa de la realidad y nos aleja de la idea de que todo somos parte de la misma cosa.
            Pero esto no significa que tengamos que abstenernos de admirar la belleza de una flor o disfrutar de nuestro perro. Porque, aunque le hayamos adjudicado esa cualidad, no le damos importancia ni nos relacionamos exclusivamente a través de la misma. Es decir, deja de ser un condicionante que nos impide relacionarnos con las cosas y sus circunstancias.

            Cuando por ejemplo, tachamos alguien de mentiroso, no solo estamos percibiendo y proyectando una realidad falsa, sino que ponemos en marcha una reacción en cadena, pues posiblemente esa persona dejará de tener interés en comunicarse con nosotros. Este hecho se repite millones de veces al cabo de cada momento en las comunicaciones de los humanos, lo que crea un océano de conflictos, todos inter-relacionados, como una inmensa e infinita tela de araña.

            Creamos así un mundo falso, desprovisto de humanidad y basado en lo material… (¿No os recuerda esto a la película "Matrix"?)

“Somos capaces de pintar el más hermoso de los árboles,
pero no lograremos jamás que ningún pájaro se pose en sus ramas…”


           
            Nuestra identidad en el mundo de los fenómenos en el que nos relacionamos, esta determinada por dos factores: uno por nuestra propia percepción de lo que somos y el otro por la relación que los demás establecen con nosotros.
            Podemos, sin ser conscientes de ello, considerar que nuestra identidad –a la que adjudicamos una elevada credibilidad – está constituida por muchas cosas, como la raza, nuestro cuerpo, nuestras creencias o nuestros pensamientos.

            De alguna manera existimos en el mundo fenoménico a través de la percepción de los demás. A esto nos hemos acostumbrado desde muy temprana edad, de modo que constituye ya nuestra manera de pensar. Es el origen de la existencia del Yo.

            Nos sentimos reconocidos por nosotros mismos a través de la respuesta a los fenómenos y a la relación con los semejantes. Cuando alguien nos aprecia, nos ama o le caemos bien, nos sentimos reconfortados. Cuando se nos odia, detesta o le caemos mal, nos sentimos mal, nos incomoda. En cualquiera de los casos, se ponen en marcha los mecanismos de las emociones que nos hacen sentir. La indiferencia no nos proporciona nada en lo que reflejarnos. La indiferencia es en realidad una vía de escape de nuestro miedo.

            Esto me lleva a pensar en que, cuando alguien, con quien hemos tenido una estrecha relación sentimental, nos abandona, o nos echa de su lado, nos sentimos como que nos falta algo. Y es precisamente ese algo, esa idea de identidad de uno mismo, proporcionada por los demás la que nos falta.

            De esta manera, estar demasiado apegado a una persona o situación emocional, cuando ésta nos falta, puede hacernos sentirnos muy vacíos. Podemos sentir que hemos perdido el sentido de la vida, pues vivíamos la misma a través de nuestra interrelación con los demás y los fenómenos.

            Cuando esto nos falta, ¿Cómo o, a través de qué vivimos la vida?

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