Cuando
una persona habla de un hecho, ocurrido en unas determinadas circunstancias, da
por sentado que su percepción de la situación es la correcta y única posible, y
reacciona en consecuencia a la interpretación que su mente hace de lo
observado. No en vano sus sentidos le ha proporcionado esa información, que por
lo tanto no parece ser errónea. ¿Cómo va a estar equivocado si lo ha visto con
sus propios ojos?
Así, el hecho en sí, pierde atisbos
de realidad cuando es relatado a una tercera persona, que por supuesto
desconoce las circunstancias de lo ocurrido. Esa tercera persona en cambio, no
recibe información alguna de sus sentidos acerca de lo que le están contando, y
por lo tanto, tenderá a interpretar a su antojo el contenido de esa
información. De esta manera la realidad y la verdad se van distorsionando hasta
el punto de que ya nada se parece a la situación original. Pero en cambio
actuamos como si lo hubiéramos vivido en primera persona
Si una persona le describe un árbol
a otra, ésta no tendrá una imagen visual real de lo que el primero ha visto,
sino que buscará en su memoria la imagen de un árbol para comprender lo que le está
diciendo. Pero ese árbol, seguramente no tendrá mucho que ver con el original,
aunque nos sirva como medio para comunicarnos, pues en esa memoria, de la que
echamos mano siempre, no está esa imagen previa. (Ver dibujo).
Si a esta circunstancia añadimos
además la certeza de que siempre añadimos cosas irreales, surgidas desde
nuestro ego, desde nuestra manera de interpretarlo, pues entonces tenemos una
circunstancia completamente ilusoria y alejada de la realidad. A esto lo llamo
‘reforzadores de identidad ilusoria’, que son imágenes e ideas creadas por
nuestro pensamiento.
También sucede que la mayoría de las
personas, cuando hablan con otra tratan siempre de transmitir una idea, de
hacer que el otro, el interlocutor o los oyentes, acaben pensando lo mismo
acerca de lo que ha estado relatando. Es una tendencia muy generalizada el
intentar modificar o condicionar a nuestro favor el pensamiento o la opinión de
los demás. Y eso se hace para reforzar el orgullo e identidad del ego que lo
está manifestando.
Veamos un claro ejemplo: Pepito se
lleva mal con Manolito. Ambos tienen un amigo en común, que es Jaimito.
Manolito le cuenta una versión de un hecho a Jaimito, intentando que éste
cambie su relación con Pepito, mientras que éste, hace lo propio para que los
otros dos dejen de llevarse bien.
De esta manera buscamos que la gente
se alinee de nuestro lado, a favor de nuestra causa, o como poco que esté en
contra de otra opinión sobre el mismo hecho. Buscamos condicionar sutilmente la
respuesta del otro, para que ello suponga un refuerzo de nuestra propia
posición.
Lo ideal sería dejar que las cosas
sean como son y permanecer neutrales ante situaciones así, y como mínimo no
dejarse influenciar por una parte interesada, reaccionando en base a nuestras
propias conclusiones sobre la circunstancia en cuestión.
Si llegáramos a comprender esto, nos
daríamos cuento lo fácil que sería zafarse de la influencia que ejercen los
medios (publicidad, modas, opiniones, etc.) en nosotros y nuestras mentes.
Sin embargo, todo este proceso es
ignorado por los individuos, que mantienen su versión condicionada frente a los
demás, creando continuos conflictos, tanto de intereses como de comprensión de
esa realidad. Porque seguiremos aferrándonos a las ideas surgidas de nuestra
mente en base a las interpretaciones que hicimos de la situación.
La percepción de la realidad,
incluso de la que nosotros mismos proyectamos, estará siempre condicionada por
nuestra forma de ser. Y desde ahí, se ve influenciada por las circunstancias
externas en que se desarrolla la experiencia. Y esas circunstancias no son
nunca permanentes, como muchos parecen ignorar.
Si estamos enfadados o tristes,
podremos percibir el saludo de una persona como algo negativo y reaccionar en
ese sentido, mientras que si estamos alegres, ese mismo saludo nos resultará
agradable. Y como la identidad con la que nos relacionamos es una persona, no
un gesto, nuestro estado de ánimo condicionará nuestra relación con ella.
Pero nuestra mente, dominada por el
ego, tenderá a creer que es la otra persona la que ha producido el
malentendido, o el conflicto. O como mínimo que es el causante de la situación;
nunca nosotros mismos. Buscaremos para ello mil excusas o justificaciones para
no reconocer nuestra implicación directa en la situación. Tenderemos a creer
que es siempre la otra persona la que ha propiciado o creado el conflicto y que
nosotros solo hemos dado una respuesta adecuada a ello. Eso afianza la creencia
de que no nos equivocamos y de que no somos responsables de las situaciones de
conflicto. Esto es un estímulo para que la soberbia se instale en nuestro
carácter.
Si somos ignorantes, proyectamos esa
ignorancia en los demás, para poder señalarla. Para ello usamos toda clase de sutil
artimaña intelectual, con tal de no reconocer nuestra propia ignorancia.
Si mentimos, proyectamos esa mentira
sobre los demás, para justificar nuestra ‘verdad’. No comprendemos – o no nos
interesa comprender- que si alguien dice una mentira, no por ello es un
mentiroso en todo lo que diga. Pero nos regodeamos con la idea de saber
identificarlo como mentiroso. En el fondo es muy cierto que la gente se suele
alegrar de las desgracias de los demás, o como mínimo, es incapaz de alegrarse
del éxito o felicidad ajena.
Así creamos un mundo de las
relaciones basado en ilusiones, en proyecciones mentales de nuestros propios
deseos de cómo queremos que sean las cosas. Y eso nos aleja de la realidad de
cómo son de verdad. Cuando las cosas no son como nosotros queremos que sean,
nos enfadamos o nos afecta de manera que nuestras emociones se disparan y
tratan de manifestar ese estado de ánimo con el objetivo de condicionar el
hecho.
Siempre estamos buscando las cosas
que nos agradan, etiquetándolas como buenas, bonitas, agradables, etc., y no
porque en sí posean esa cualidad, sino porque nosotros se la hemos adjudicado.
Así pues, el mundo de los fenómenos se le adjudican tres cualidades básicas: es
agradable, neutro o desagradable.
Si algo es agradable, deseamos
entonces que se repita, deseamos conseguirlo, tenerlo para nosotros, vernos
involucrados en esa situación. Si se trata de una persona, deseamos volver a
verla cuanto antes…
Si la situación o el fenómeno son neutros,
nos causará indiferencia y no le prestaremos atención… pero esta no es una
posición real en absoluto, ya que la indiferencia nos alinea casi siempre a un
lado u otra de una situación, dejado además, que otros decidan por nosotros.
Y si resulta desagradable para
nosotros – nuestros sentidos- pues evitaremos encontrarnos otra vez con ello,
le daremos de lado, hablaremos mal sobre el mismo, etc.
Pocas veces nos damos cuenta de que
esa clasificación es ficticia en su esencia y es solo consecuencia de nuestra
interpretación de los fenómenos. Así pues, puede ser que algo nos resulte
desagradable solo porque en ese momento de experimentación, nuestro estado de
ánimo era negativo.
Este mundo de percepciones,
sentimientos y decisiones pertenece al mundo material, a todo lo externo que se
basa en los sentidos. A esto llamamos Kong en el budismo, un término que
significa que toda la apariencia de los fenómenos es insustancial y carece de
esencia ni de identidad propia.
¿Significa esto que tener esas
percepciones es algo malo o como menos erróneo?... En absoluto, pero si es
cierto que podemos modificar poco a poco nuestras respuestas a esas
percepciones, de modo que nos acerquemos lo más posible a esa realidad sin
dualismos.
Comprender esto no es en absoluto
fácil, y mucho menos lo es llevarlo a la práctica real. Pero todo es cuestión
de emprender el camino con decisión y firmeza y tratar de ir comprendiendo. Ser
flexible de mente y carácter, adaptarse a las circunstancias fluctuantes del
devenir de la vida. Pero si nos dejamos llevar por la desidia y el pesimismo,
no llegaremos a ninguna parte. No solo no nos desprenderemos de capas de opaca
ignorancia, sino que iremos añadiendo cada vez más cosas insustanciales a
nuestra mochila de la vida, con la que tendremos que cargar para siempre.