lunes, 23 de diciembre de 2013

Reflexiones...

1.      Cuando alguien lee algunas de estas reflexiones – numeradas con un fin específico – cree que ese pensamiento refleja el todo de lo que yo soy, de lo que yo pienso y siento, cuando no es más que una de las piezas del puzzle de mi ser. Para comprender como soy, debería leer todos los pensamientos y asi tener una idea generalizada de lo que quiero expresar. Eso te proporciona una visión clara, completa del ser, y no una idea fragmentada, una parte pequeña de nosotros mismos.
2.      Es el conjunto de todas estas piezas, de todas estas reflexiones el que te proporciona una imagen real de quien soy.
3.      Es análogo a la parábola budista de Nagarjuna, que explica que ni la rueda, ni el tiro, ni la caja, ni los radios son el carro en realidad. Este es el conjunto de todas esas partes.
4.      Como seres humanos, nuestra identidad – aunque sea manifiestamente ilusoria – es el conjunto de un todo: los brazos, el pelo, los ojos, los riñones, huesos, la pierna, los pensamientos… todo eso conforma lo que somos… Pero ninguna de esas partes, por si misma somos nosotros. Yo no soy mi brazo, ni mi cabeza ni mis ojos. Ni siquiera soy las ideas que expreso en estas líneas, porque cada una de ellas está escrita en tiempos distintos y en estados emocionales diferentes unos de otros.
5.      De ahí que, vestirme de una manera determinada, no me confiere una identidad real. Ni que mi aspecto físico sea la impronta real de lo que soy en mi totalidad. Siempre será una idea fluctuante en el tiempo, que al igual que con el pensamiento y todo lo demás, es impermanente.
6.      Es evidente que todas las cosas son impermanentes, aunque nuestro ego se empeñe en señalar lo contrario. Lo podemos vivir a cada momento, día a día. Podemos creer ilusoriamente que la felicidad o la liberación del sufrimiento se consigue adquiriendo cosas, satisfaciendo nuestros deseos, pero no podemos de ninguna manera evitar los efectos de la vejez, la enfermedad y la separación de las cosas.
7.      Sea lo que sea lo que nos hace disfrutar, no es perdurable en el tiempo, y nos resulta doloroso porque queremos que dure para siempre. El sufrimiento pues, no puede evitarse con la satisfacción de los deseos. Esta solución es solo pasajera e ilusoria y no es en realidad una solución verdadera.
8.      Muchos de nosotros acabamos intuyendo algo extraño, pero nuestro ego tratará por todos los medios de acallarlo, de ocultarlo, de ignorarlo. Intentamos convencernos de que somos felices, o de que por lo menos debemos ser felices porque en teoría se nos dice que tenemos todas las cosas necesarias para serlo.
9.      Pero un susurro surge desde el fondo de nuestro corazón y nos repite insistentemente “… pero no eres de verdad feliz”. No nos gusta escuchar esa vocecita y nos tapamos los oídos en vano, tratando de ahogar nuestras penas en quehaceres superficiales, tratando de sofocar ese molesto pensamiento. Pero cuanto más lo tratemos de evitar, de ocultar e ignorar, más profunda se hace la herida causada.
10.  En realidad, esa vocecita es la que nos está alertando de que debemos cambiar algo en nuestra vida. Es una señal de alarma que nos altera de alguna forma. Y deberíamos agradecer esa alteración pues es la que nos empuja a buscar algo más elevado, una felicidad superior.
11.  Y, aunque no sepamos muy bien que buscamos o donde buscar, comenzamos la búsqueda. Y si persistimos en esa búsqueda, al final entraremos en contacto con algo que, podríamos definir como la espiritualidad.
12.  Y puede ser un símbolo, una reflexión, un libro, una frase que te habla, una fotografía, una persona… Y cuando entras en contacto íntimo con ello, independientemente de las circunstancias, responderemos al instante.

13.  En el fondo de tu corazón sientes e intuyes que eso es lo que habías estado buscando  todo el tiempo, incluso sin saberlo…

lunes, 11 de noviembre de 2013

Reflexionar

No podemos negar lo evidente: las nuevas tecnologías, nos guste o no, están conformando una nueva forma de comunicación entre las personas y colectivos. Aunque en el fondo huyo un poco de tener que relacionarme con mis semejantes a través de estos medios, si que entiendo que hoy en día es casi necesario disponer de esta herramienta para llegar a mucha más gente. Sobretodo cuando se trata de un colectivo público, con muchos participantes...
              En lo personal, prefiero sin duda el contacto directo, el cara a cara, donde podemos ver y sentir las emociones propias y ajenas durante una conversación. Ahí no hay engaño posible y uno, a poco que tengas una sensibilidad mínima, sabe lo que el otro te quiere decir...

              Pero en estos medios, tenemos que adaptarnos en lo posible para tratar de transmitir una idea, un concepto, de la forma más simple posible, para que el receptor lo interprete lo más cercano posible a la idea original.

             Pienso que a través de estos medios, a través de estas palabras que siempre vierto en este espacio, puedo llegar a mucha gente, con la firme intención de aportar algo, de hacer reflexionar mínimamente sobre los distintos aspectos de los temas que suelo tratar, y que casi siempre tienen que ver con la conciencia de nuestro ser.
             Me preocupa profundamente la evolución negativa de nuestra sociedad, el inmovilismo imperante y la falta de coherencia entre lo que hacemos y lo que pensamos. Nuestra falta de capacidad de adaptación a los profundos y sutiles cambios que atraviesan la vida nos hace ser infelices y fomenta la negación de los valores fundamentales que son las herramientas de cognición necesarias para comprenderlo.
            La ignorancia es un mal endémico de nuestros tiempos, y me refiero a la ignorancia profunda, no a la falta de conocimientos técnicos o teóricos que podamos poseer. La ignorancia de desconocer aspectos de nuestro propio ser, del sentido real de las cosas y del funcionamiento de nuestra mente y las consecuencias que ello nos acarrea en nuestras relaciones con el entorno.

              Así pues, utilizo este medio para tratar de llegar a la gente, a las personas que, como tu ahora mismo, están leyendo esto, sin importar mucho la razón por la que estás aqui. Seguramente, hay en el fondo un deseo -consciente o no- de encontrar respuestas a preguntas que quizás ni te hayas planteado siquiera... pero que están ahí.

             Creo que entre todos, podemos aportar un pequeño granito de arena a esta sociedad, para evitar -como mínimo- que se vaya deteriorando cada vez más. Pienso que es casi una obligación de quienes están de alguna manera en este camino, el de ayudar a los demás. Y también tu puedes hacerlo, simplemente con que difundas la existencia de este blog entre tus amigos y conocidos. Cuanto más se extienda esta red, más posibilidad de encontrar gente afin e interesada en evolucionar... hay que convencerles de que se hagan seguidores del sitio...

             No dudes en recomendar en todos los medios posibles este sitio...estarás contribuyendo a cambiar la vida a mucha gente...

martes, 15 de octubre de 2013

Se trata de compromiso...


Hace apenas unos días que acabo de mantener una conversación telefónica con mi maestro Shi Yan Ao, del monasterio Shaolin, con quien hacía tiempo no hablaba. Ha sido, dentro de la charla sobre diversos temas, una conversación emotiva en algunos aspectos, que me han hecho reflexionar profundamente. Siempre me siento enormemente afortunado de poder compartir estas cosas con alguien que en muchos aspectos admiro y me sirve de referente en caminos de la vida.
Cuando me ha preguntado sobre la marcha de la escuela y los discípulos, en realidad no sabía muy bien qué contestar, pues estos conceptos para nosotros revisten otras connotaciones muy especiales y distintas de lo que suele significar para el público en general. Esto ha motivado que hoy me haya propuesto de tratar de reflejar aquí mis reflexiones y preocupaciones al respecto.
Hay momentos en que de una manera metafísica vuelves la vista atrás y tratas de analizar la trayectoria de la escuela y de mí mismo como responsable. Tratas de ver quienes siguen tu camino y te acompañan en este proyecto de vida. Y trato de hacerlo con la ecuanimidad de quien comprende las vicisitudes de los cambios de los tiempos en esta sociedad. Y aun así, lo que puedo ver, no es agradable a los ojos del corazón…
Si bien hay alumnos en la escuela –pocos- metafóricamente éstos son como un cesto lleno de suculentas frutas de plástico, que si bien agradan a la vista, no te sirven de alimento. Los que nos dedicamos a la enseñanza tradicional, a la transmisión de valores a otros, tratando de aportar algo positivo a esta sociedad, buscamos algo más en los alumnos. Es más; el sentido profundo de una escuela es mantener viva una tradición, una continuidad en su trayectoria, aunque eso es a largo plazo…
Me pregunto hasta qué punto es positivo y necesario adaptarse a los cambios del tiempo, a las nuevas tendencias sociales, cuando ves que esos cambios no son para mejorar nada, sino todo lo contrario; nos llevan inexorablemente al fracaso de los valores y conforman una sociedad en la que todos nos quejamos de cómo están las cosas, pero seguimos inmersos en el proceso de alimentarla con lo que precisamente la convierten en lo que es. Doblegarme de alguna manera a estos cambios y tendencias es contribuir, no solo a que todo siga igual, sino a que las cosas vayan cada vez peor.
Esto me crea cierto desasosiego y tristeza, que parece querer minar mi estado de ánimo e ilusión en seguir adelante. Pocos, muy pocos pueden comprender los sentimientos que vuelan por mi mente y corazón en situaciones así…
Recuerdo entonces la ceremonia del Paishi que yo realicé en su momento en tres ocasiones con varios maestros y lo que ello significó y significa para mí. Y recuerdo, como no, la ceremonia de aceptación de discípulos que realicé en mi propia escuela no hace mucho tiempo atrás con algunos alumnos. Una ceremonia cargada de simbolismos, tradición ancestral y mucho corazón. Una ceremonia auspiciada y respaldada por mis maestros del monasterio.
De aquellos alumnos que la realizaron, solo uno queda que no ha roto su palabra y mantiene el vínculo con  la escuela y conmigo. Los demás, por unos motivos u otros, han abandonado el camino, rompiendo así su promesa realizada, demostrando con ello que su palabra no tiene valor alguno. Las razones pasan casi a un escueto e insignificante segundo término, porque con ello hemos despreciado el valor tradicional y ético que tiene esta ceremonia. Posiblemente no estaban preparados para afrontar lo que esto suponía, que es una relación muy especial de por vida, y por ello no les ha supuesto ninguna dificultad abandonar este camino y romper su palabra. Una palabra que quedó plasmada por escrito en el manifiesto que entregaron en su momento al maestro y que queda como testigo mudo de su incoherencia y falta de compromiso y sinceridad. Aun sabiendo que nada es permanente, hay cosas que marcan tu camino para siempre en muchos aspectos y, lamentablemente, pasamos por alto su profundo significado.
Algunos incluso se permiten poner en tela de juicio mi capacidad para enseñar, pero son incapaces de asumir su propio fracaso en el camino emprendido, que no saben la relación tan estrecha que tiene con sus vidas cotidianas.
Pero esto parece ser una tónica general en nuestra sociedad occidental, donde los valores éticos y morales parecen haberse difuminado entre la niebla de la mediocridad y superficialidad que nubla nuestros sentidos y ensombrece nuestro corazón. Una sociedad donde hablar de ética y moral, del valor, la honestidad y el compromiso serio, parece ya casi anacrónico. Parece no haber consecuencia de tales comportamientos, pero eso no es más que un error más de comprensión. Todo tiene un efecto en nuestras vidas, cuya causa muchas veces no sabemos identificar, pero tarde o temprano, acabamos ‘pagando’ por ello, nos guste o no. Lo comprendamos o no.
No importa con quien sea un compromiso; Con un amigo, con tu pareja, tu trabajo, con la federación, con la escuela, con tu maestro, y con quien es más importante: contigo mismo… Cuando se da nuestra palabra, adquirimos un compromiso, que supuestamente es para cumplir lo pactado. De no hacerlo, de incumplirla de manera continuada, ¿Qué valor tiene nuestra palabra entonces? ¿Qué credibilidad tenemos como ser humano ante los demás? ¿Qué fiabilidad tendremos ante nosotros mismos? ¿Cómo puede funcionar una sociedad así?
Asistimos a una profunda y dolorosa sequía de valores, donde solo unos pocos aun riegan, nutren y mantienen vivos los árboles de la vida que dan coherencia y sentido paradigmático a lo que hacemos todos. Muchas veces, estas personas no alcanzan a ser grandes líderes; Ni siquiera buscan serlo… Aunque esto no sabemos ni siquiera reconocerlo, siguen estando ahí y de ello alimentamos con algo valioso nuestra maltrecha alma y conciencia. Nos aportaría cierta dignidad, mostrar un mínimo de respeto y agradecimiento hacia ellos. Pero esto solo sabe reconocerlo y hacerlo los que ya llevan dentro esa semilla de sabiduría. Solo éstos son capaces de llamar a alguien “Maestro”, con el compromiso y respeto que merece esta palabra.
A ciertas alturas de la vida, uno tiene que tomar decisiones propias en muchos aspectos y no seguir una rutinaria forma de actuar, inconsciente e incoherente, que nos conduce a la indiferencia, pasividad e inamovilidad, impidiendo que la ilusión mueva el motor de nuestra práctica. Esta actitud nos lleva inexorablemente a abandonar el camino recorrido hasta entonces, como han hecho algunos en la escuela.
Por ello, ahora cuando miro atrás, siento esa tristeza y desaliento en el corazón. Un proyecto de escuela, un proyecto de vida que se pierde en el horizonte de mis pies… ¿Quién es capaz de seguir trabajando en mi línea, mi estilo y escuela cuando yo ya no esté? ¿Quién, a través de la práctica del Kung-fu, se está formando como artista marcial, como persona?... ¿Quién antepone la práctica y aprendizaje del Kung-fu –sin dejar de lado sus demás obligaciones- a otros aspectos de su vida?
Quedan alumnos en la escuela, si, a veces más y otras veces menos, que van fluctuando entre las circunstancias de la vida. Y todos son valiosos, sin duda alguna, pero igual que llegaron se van. Algunos pocos siguen con el tiempo, pero no se acercan a las tradiciones, se mantienen a una distancia prudencial –por las razones que sean- y acaban estancándose en su inamovilidad e incomprensión profunda de la filosofía del Kung-fu. Siempre se quedan a las puertas de las expectativas que tenía sobre ellos.
Pero no abandono, porque en mis 41 años de prácticas nunca lo he hecho, y me quedo con el valor de quien si sigue ahí, destacando sobre todos los demás con su fuerza y compromiso. Hablo sin duda alguna de Shi Heng Long, un guerrero pacífico con el espíritu del verdadero dragón de Shaolin. Un discípulo que sí sabe lo que significan las palabras que mencioné antes porque las pone en práctica en su día a día y en su relación con la escuela, con el Kung-fu y conmigo. Un discípulo que mantiene vivas las tradiciones que implican, entre otras muchas cosas, ser aceptado como tal por un maestro, por el linaje de una escuela tan importante como es Shaolin. Esto confiere un enorme valor inmaterial y humano a quien lo hace de corazón y a quien lo otorga con el alma. Y da también un profundo sentido a tu práctica, asentando unas sólidas bases que se mantendrán ahí, resistiendo las tempestades y adversidades de la vida. Ya lo dice un antiguo dicho en el ámbito de las artes marciales chinas:
“Quien honra a su Maestro, se honra a sí mismo”
Demuestra con su actitud una coherencia de palabra y actos, mantenida a lo largo del tiempo, alimentando continuamente la ilusión del aprendizaje y la humildad de la enseñanza. Te hace comprender los valores profundos del respeto hacia tu escuela, tu maestro y hacia ti mismo. Le da valor y sentido a los conceptos de la confianza bien entendida, del verdadero porqué de tu práctica y conecta con tu yo más íntimo.
Solo ahí podrás descubrir el terreno por el que se mueve el tigre de Shaolin y subir la montaña en la que reside el espíritu del poderoso Dragón.
Solo así puedes alcanzar a sentir el corazón del Guerrero pacífico… y eso cambiará toda tu vida. Pero sobretodo, reflexiona:

“Nunca podrás ser un Maestro, si antes no has sido discípulo”

jueves, 10 de octubre de 2013

En silencio...

Con el paso de los años utilizo más cada día el análisis personal. Este acto diario, que suelo realizar antes de acostarme por la noche o después de mi sesión matinal de meditación, ha sido para mi una herramienta muy importante de cambio. Ha puesto delante de mis ojos los defectos que debo cambiar y ha dotado a mi conciencia de una dimensión ética más precisa, al sensibilizarme con la responsabilidad que existe en cada acto de mi vida al interactuar con los demás.
No se trata de una forma de autocastigo, en absoluto, es sencillamente una forma de sentirte mejor contigo mismo y reconocer que nuestra naturaleza humana es algo más que comer, trabajar, procrear, criticar, envidiar y dormir. Nos hacemos más humanos cuando levantamos la vista de nuestro ombligo para mirar a los demás a los ojos y tratamos de corregir las pequeñas o grandes heridas que hayamos podido infligir, consciente o inconscientemente. Ejemplos hay muchos en nuestro entorno: Esa mala palabra al vecino; ese acto de ira irrefrenable; esas ganas de "cotillear" de otros; ese impulso por destruir la reputación de determinadas personas; las ansias de subir por encima de los demás sin importar los medios; la envidia, el resentimiento, el egoísmo, los apegos materiales...

            He aprendido a corregir errores también gracias a la crítica hiriente de los "enemigos". Ahora me duele más cuando soy consciente de algún error o acto que puede haber hecho daño a alguien. Y reflexiono internamente y "pido perdón" en silencio, al mismo tiempo que me hago la firme intención de reparar el daño producido. A veces es algo tan sencillo como una llamada telefónica, o simplemente no volver a cometer la acción que ha desencadenado el mal cometido. Porque... ¿que ganamos regocijándonos en el dolor ajeno? Todas nuestras acciones, todas, son interdependientes; no hay acciones aisladas.
Me he dado cuenta de la enorme responsabilidad que late en cada acción y en cada paso que doy en la vida. Una palabra mal dicha, una injuria vertida no solo ocasiona un perjuicio enorme a la persona que la recibe. Esa persona tiene familia, hijos, gente que depende de él y, con toda seguridad, también tiene sus "cosas buenas", sus virtudes. Nuestro ánimo por perjudicarle puede interferir gravemente en su estado de ánimo y desencadenar un "efecto mariposa" en cascada gravísimo del que, en última instancia, yo he sido el responsable.
¿Cómo es eso? Pues mi reproche o insulto, por ejemplo, al condicionar su estado emocional, lo puede hacer más vulnerable y que no preste tanta atención al tráfico mientras conduce, porque está "dándole vueltas" a lo que le he dicho. Y de pronto, en un trágico despiste, se empotra contra otro coche o arrolla a un transeúnte y el cáos se desata de forma infernal. Y todo comenzó probablemente con esas palabras maledicientes que tu, yo o cualquier otro le hemos dicho.

            Nadie es perfecto pero todos podemos aspirar a ser mejores personas. Debemos reflexionar sobre las implicaciones que nuestros actos tienen. Porque al igual que la ira, la envidia o las ganas de hacer daño pueden ser el germen de una desgracia, una buena palabra, una sonrisa, un abrazo o simplemente refrenar un impulso negativo puede ser una acción que salve una vida.

Nada nos hace más grandes que reconocer lo pequeños que somos en este inmenso Universo.


Alimentar el ego con la ira solo traerá lo mismo a nuestras vidas. El veneno del odio es la mayor fuerza destructiva de la humanidad. Empecemos por nosotros mismos. Cada día. Un análisis de los actos del día seguido de un propósito de cambio. Los resultados pueden ser maravillosos. Piensa como te sientes cuando te hacen el daño a ti y recuerda que cuando llegue el momento de tu muerte, cuando te encuentres a solas contigo mismo, la conciencia de tus actos será tu única compañía en esos momentos.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Reflexiones...

En alguna ocasión me he encontrado con personas que, perdidas en sus creencias religiosas y su fe, se han acercado al budismo, buscando respuestas. Pero lo han hecho bajo el prisma de la manera de comprender las cosas que les venía del cristianismo, y así, hacían una interpretación errónea de las enseñanzas budistas. No fueron capaces de deshacerse de esa manera de interpretar las cosas y así, no había forma de hacerles comprender el sentido de lo que querían aprender. Su modelo hermético de pensamiento no les permitía ver con ojos nuevos lo que tenían delante y así seguían inmersos en esa frustración de la búsqueda inútil. Abandonaban buscando cualquier excusa, o bien seguían una práctica sesgada y errónea que no produce obviamente resultados positivos. Eso, a su vez conduce a una interpretación personalizada y ‘a la carta’ de las enseñanzas filosóficas no herméticas ni dogmáticas (estas son más simples de asumir), y así nacen corrientes de religiones que acaban siendo sectarias. Son segmentos o escisiones de formas o sistemas religiosos que podrían ser perfectamente útiles, pero a los que hemos desposeído de su valor intrínseco, de lo verdaderamente importante: su contenido de fondo.

martes, 10 de septiembre de 2013

Compromiso… respeto…. Lealtad…

Estas palabras y algunas más que creo que pocos saben ya reconocer como una práctica real, más allá de su sentido semántico, significan en cambio, un pilar importantísimo en la enseñanza tradicional de una escuela de artes marciales.

      Esto es lo que, al menos en éste ámbito, debería ser, aunque ya también aquí, en las escuelas, estas palabras y conceptos se van diluyendo poco a poco. La sociedad de consumo, materialista en extremo, ha invadido también estos espacios diáfanos, uniéndose en muchos casos al mercantilismo imperante en nuestra sociedad.

      Así nos encontramos que se hacen gestos representativos de esas acciones de la mente; Se realizan saludos sin sentido y sin sentirlo. Se gestualizan emociones y sentimientos como parte de un ritual tradicional que ni comprendemos ni nos interesa en el fondo. Parece que todo esto es anacrónico; Que pertenece a un pasado lejano.  Y así vamos perdiendo valores.

      Observo como los estudiantes más jóvenes de la escuela, llegan reiteradamente tarde a las clases, sin que sus responsables –los progenitores- se inmuten lo más mínimo. Pero en cambio ‘exigen’ que les enseñemos disciplina, respeto y atención a sus vástagos. Llegan a las clases tarde, mal uniformados y en ocasiones sin saber ni muy bien a donde vienen. Y tras un esfuerzo, se marchan llenos de cierta alegría, de trabajo realizado, para encontrarse de nuevo inmersos en situaciones donde los valores aprendidos durante unos minutos, se pierden en la bruma de la ignorancia. Esas semillas que muchos profesores y maestros implantamos en esa tierra, no puede dar frutos, ni apenas brotar del suelo, pues en ese mundo exterior, no se valoran.

      Y en las clases de los más adultos, cada vez se ve con más frecuencia la falta de atención en vestir el uniforme correcto o cuando menos completo. La tarea de vestirse antes de la clase, del entrenamiento, que de alguna manera ya es una preparación mental al mismo, se está relegando a un término casi insignificante, nulo. Ya solo es llegar, cambiarse de ropa y entrar a la sala. No existe ese espacio de tiempo previo, que puede y debe servir de reflexión, de centrar nuestra mente en lo que vamos a hacer. El mero hecho de ajustarse las calcetas, con sus cordones, a veces incómodos, ya supone centrar la mente en algo concreto. Pero estamos poco a poco trasladando la desatención continua y cotidiana, a las clases, donde paradójicamente tratamos de volver a recuperarla. Un doble esfuerzo, en ocasiones hecho en vano.

      Asistimos a una cierta desidia generalizada, donde delegamos nuestras funciones y responsabilidades en los demás, pero exigimos a cambio muchas cosas, sin haber puesto el esfuerzo adecuado en ello. El compromiso –o la falta del mismo- se ha convertido, además de en un mal hábito, en una incoherencia absoluta entre lo que buscamos, queremos conseguir (y por lo tanto manifestamos y pensamos) y lo que hacemos para conseguirlo, que muchas veces va en direcciones opuestas.

      El compromiso debe ser siempre primero contigo mismo, con tus ideas, tus acciones y la relación que existe entre ambas. Luego sin duda con tu entorno; Adquirir un compromiso es algo inherente a la condición humana, al espíritu de colaboración, de hacer que las cosas funcionen entre todos. Y hacerlo con tu Maestro, con tu escuela o estilo, marcará tu progreso futuro. Ese compromiso te envolverá como una seña de identidad que te une a lo que supuestamente te gusta y por lo que estás ahí, entrenando y aprendiendo. La falta de compromiso denota otra incoherencia de nuestra mente y corazón, que nos sitúa en un lugar poco fiable frente a los demás.

      Las relaciones entre profesores y estudiantes, se quedan en meras relaciones mercantiles, es decir; Pagamos por unos ‘servicios de enseñanza’ por días, horas o meses y poco más. Poco se comprende de lo que hay detrás de esto. Pensamos que pagamos por unas clases, igual que si lo hiciéramos por clases de aerobic o pesas; Asisto a las clases y pago por ellas. No hay nada más.

      En las escuelas de Kung-fu tradicional, tratamos de formar a personas en cuerpo y mente y eso no se queda en una mera palabra o frase bonita. El sentido profundo de los conceptos filosóficos debe estar impregnado en cada acción y cada palabra que salga del maestro. Y los estudiantes deben estar alerta para poder captarlos, para nutrir así su espíritu y formar y re-educar su mente.

      Mostrar respeto por lo que hacemos, por quien nos enseña y por lo que nos es enseñado, es una faceta que, al fin y al cabo, acabaremos encontrando en la vida cotidiana de múltiples formas. La sociedad, en el fondo se sustenta en las relaciones humanas y éstas han de ir siempre envueltas en conceptos que son los que rigen las emociones personales. Y una manera de aprender a usarlas, a manejarlas y moldearlas es precisamente a través de la práctica marcial. Así es como se forma el ser humano. La fuente de todo este proceso cognitivo es siempre la misma: la conciencia de uno mismo.

      Pero nada de todo ello es posible si no tenemos una práctica perseverante, con profunda lealtad hacia nuestros Maestros, hacia nuestros padres, amigos y compañeros. Lealtad a nosotros mismos, a nuestros propios principios morales. Cuando nos engañamos continuamente o lo hacemos con los demás, estamos perdiendo nuestra esencia como ser humano. La lealtad y el respeto van unidos de la mano. Son, en el fondo, la misma cosa. Es pues la lealtad un valor inconmensurable que debemos cuidar al máximo.

      Lealtad a tu escuela y tu estilo, sin menospreciar el trabajo o forma de hacer de otros estudiantes, Maestros y escuelas. Abandonar o despreciar las enseñanzas recibidas, sean muchas o pocas, es de muy bajo nivel moral y de una inconsciencia absoluta.


      Resumiendo: Tienes que adquirir el compromiso de respetar a tus semejantes, pasando por ti mismo, y ser leal a ese concepto adquirido. Así crecerás como ser humano… Es solo una cuestión de actitud adecuada.

martes, 3 de septiembre de 2013

El despertar

El refugio del alma...

          Muchas horas de reflexión profunda, unidas a un cúmulo de experiencias a todos los niveles, me llevaron a la imperiosa necesidad de encontrar un momento de verdadero aislamiento y soledad, en la que poder meditar sobre todo ello. Sentía esa imperiosa llamada desde mi interior, desde el mismo día en que visitamos por primera vez la pagoda del pequeño templo Fawang-Si de la montaña. De alguna manera, este pequeño lugar había despertado algo profundo en mí y me había atrapado en él.

         Y ahora, creía o sentía que había llegado la hora o el momento, de dar un paso significativo hacia mi interior. Era el momento de despertar algo que llevaba muy en mi alma. Algo que, posiblemente, podría producir un profundo cambio en mí como persona, pero que no me asustaba afrontar, porque intuía que era para bien. Era un punto de inflexión en mi vida, quizás un retorno a mis verdaderas raíces espirituales, y un punto, donde encontraría respuestas... o quizás otras preguntas.

         Decidí ir caminando, ya que la distancia desde la ciudad no me parecía excesiva, como para no poder hacerlo. Sería al mismo tiempo, una excelente forma de calmar mi mente, mientras paseaba. Dejé a los demás del grupo, en el hotel, justo después del almuerzo, y sin decirles nada, me encaminé hacia la montaña. Para ello tenía que atravesar media ciudad, pero eso me suponía un agradable paseo. No pensaba en la distancia que tenía por delante, que a lo sumo podían ser unos siete u ocho kilómetros, sino que ponía mi mente en todo lo que me rodeaba a cada instante. Además, no tenía prisa alguna por llegar, ni horarios ni tiempos que cumplir.
          Recordaba sin dificultad el camino a seguir; siempre se me ha dado muy bien la orientación, hasta tal punto que siempre recuerdo los lugares donde he estado, aunque solo sea una vez. Los puedo volver a encontrar sin dificultad alguna. Jamás me he perdido en ninguna ciudad grande, y no me iba a perder ahora aquí. En cualquier caso, no era una idea que vagara por mi mente. Atravesaba las amplias avenidas y calles de Dengfeng con paso tranquilo, saboreando cada momento. Alguna gente del lugar me miraba con notoria curiosidad. No era muy habitual ver a un extranjero por las calles de esta ciudad. Yo me sentía, de alguna manera, extraño, entre tanta gente tan distinta, en apariencia, a mí. Otro idioma, que desconocía bastante, otra cultura, que aunque no me era del todo ajena, si era distinta a la mía. Todo era distinto, diferente en su manera de vivirlo, no en su esencia. Y esa sensación no hacía más que incrementar mi interés por todo lo que me rodeaba. Mis instintos estaban a flor de piel. Entré en un par de pequeñas tiendas y grandes establecimientos para comprar agua, y algún helado, aunque la razón verdadera era la simple curiosidad y mi deseo de entablar conversación con los lugareños.

         En apenas cuarenta minutos ya estaba en las afueras de la ciudad, caminando por la ribera del río que atravesaba de norte a sur la pequeña urbe. Hacía mucho calor, aunque era soportable. Me crucé con uno de esos pequeños cacharros motorizados que hacían de taxis, y el conductor me preguntó si me llevaba. Estuve tentado de aceptar, pero algo en mi interior me empujaba a seguir caminando. Tenía que ir a pie. Simplemente debía ser así. Le contesté que no gracias, con mi limitado chino, y el hombre, a pesar de mi negativa, se entusiasmó tanto que me siguió un buen trecho, hablándome como si yo le entendiera perfectamente. Yo me reía un montón y el hacía lo propio. Al final logré decirle, o hacerle entender que ahora no le necesitaba, que quizás a la vuelta. No sé lo que debió entender exactamente, pero se paró en una de las casas que había a pie de carretera y me saludó efusivamente.

Casi una hora más tarde había alcanzado la entrada al templo. Los vigilantes del puesto de control de la carretera de acceso me recordaban perfectamente y me saludaron amistosamente… La entrada al recinto, creo recordar que costaba unos 10 Yuan. Siempre guardo las entradas de los lugares que visito (y no sé muy bien porqué), y luego pude comprobar la numeración correlativa con las entradas de hacía una semana atrás. Eso significaba que nadie después de nosotros había visitado el lugar. El encargado de las visitas al templo me estaba esperando. Supongo que los otros le pusieron sobre aviso de que iba a llegar alguien, un Laowai extraño. Fue muy amable, ya que no me molestó en ningún momento durante mi permanencia en el sitio.
        
         Como la vez anterior, el interior del recinto del templo estaba totalmente tranquilo y silencioso. Yo era el único visitante en esos momentos. En un primer instante, no sabía exactamente a dónde dirigirme, ni lo que quería hacer. Me acerqué a observar detenidamente la gran estructura de la pagoda. Parecía bastante nueva y bien conservada, a pesar de su antigüedad.  Detrás de la misma se hallaba la sala con el Buda. Me dirigí hacia allí. Tampoco había nadie. Cogí tres varillas de incienso que había sobre un montón, y las encendí en una de las velas del pequeño altar. Seguidamente, las ofrecí, de corazón a Buda, colocándolas en un recipiente especial para tal efecto. Hice las tres reverencias preceptivas y di las gracias por permitirme estar allí.

         Nuevamente salí fuera, a la entrada del pequeño edificio. No tenía muy claro que iba a hacer, si es que tenía algo que hacer. Simplemente me limité a sentirme allí, a disfrutar del sitio y del momento presente.

         Finalmente me senté a un lado de la puerta de entrada, justo junto al tronco de un gran y vetusto árbol, que me proporcionaba una fresca y agradable sombra. Las vistas eran espléndidas. Delante de mis ojos tenía los jardines rodeando la base de la gran pagoda. A lo lejos, abajo en el valle, podía vislumbrar parte de la ciudad. A mi derecha, una escarpada ladera poblada densamente por viejos pinos y otra vegetación, mientras que a mi izquierda, y entre las ramas, podía ver otra parte de la majestuosa montaña, con una sonora cascada asomando entre la vegetación. Me sentía extrañamente eufórico y tranquilo a la vez. El aire era limpio, sin el más leve atisbo de contaminación. Tenía la impresión de que revoloteaba a mi alrededor, envolviéndome con su suave y cálida brisa. 
         Me percaté entonces de las enormes hormigas que caminaban por el suelo a mi alrededor. ¡Vaya!... Si alguna de ellas se me subía encima, me llevaría un buen susto. Tenían un aspecto impresionante de verdad, calculo que medían unos tres centímetros. Seguro que no picaban, sino que mordían directamente o sabían dar patadas, que a lo mejor hasta sabían “Kung-fu hormiguero!...”. Me sonreí con mis propios pensamientos en broma, pero lo cierto, es que nunca había visto algo así. Afortunadamente, ninguna se aventuró a subirse por mis zapatillas, cosa que agradecí bastante aliviado. Parecía que pasaban de mi, e iban a lo suyo. Claro, es que eran hormigas chinas!...

         Cerré los ojos, tratando de ver mi entorno con los ojos de mi mente. Nada cambiaba; La misma sensación de paz y tranquilidad me envolvía. Este lugar era un auténtico refugio para mi alma y mis sentidos. Era como si sintiese que yo ya estaba allí, antes siquiera de que realmente hubiese llegado. De alguna manera extraña, me parecía que siempre había estado allí, formando parte de todo cuanto me rodeaba. Sentía partes de mi que se acercaban y se fusionaban conmigo, como volviendo a casa, a su estado de unión. Y esa unión de mi cuerpo físico, mi mente y mi espíritu con ese entorno, logró ese estado de armonía tan especial, que no puede ser transmitido con palabras. Un estado que realmente trasciende lo puramente físico y mental, que eleva la conciencia a planos más elevados, donde tienen lugar todas las sensaciones a la vez. Y al mismo tiempo, te permite disfrutar de cada situación, de cada instante, de cada molécula temporal de manera individual...
        
         Y mi mente se evaporó, se perdió en el insondable abismo de mi interior, en busca de respuestas....



Respuestas...

         Y de repente, la sensación de unirme en un solo ser, en un solo Yo absoluto e inabarcable, me inundó cada poro de mi piel, con la impresión de haberme encontrado con una parte de mí que me faltaba. Un estado iluminado de la mente o de la no-mente, del no-Yo, me hacía comprenderlo todo desde la nada. Al mismo tiempo, era la sensación de romper con algunas cadenas que me mantenían atado a otra realidad subjetiva. Había roto el cristal, a través del que siempre había estado mirando el mundo y la vida, y que en ocasiones no me dejaba ver la realidad impermanente de las cosas, porque, en verdad lo que estaba mirando era el cristal, y no lo que había detrás. Fue como abrir una nueva ventana a mi alma, a mi conciencia, y por ella veía las cosas de otra manera.
         Con meridiana claridad comprendía conceptos que antes solo intuía. Comprendí que un secreto estaba en el control consciente de las pasiones, del deseo, a veces ilimitado. En el control de mi mente. Cuando consigues no enfadarte, ni sentir apego, ni envidia, ni celos, ni vanidad, cuando destruyes tu orgullo, tu avaricia, y te deshaces de las emociones negativas, entonces solo queda paz y alegría. El camino hacia la felicidad. Y no importa en el estado en que te encuentres. Tendrás una sonrisa que sale del alma. Es un estado de iluminación, que alguna gente puede percibir en ti, aunque no sabe explicarlo. Y ese estado de armonía se apoderó, durante fugaces instantes de todo mi ser, encendiendo en mi interior una poderosa llama...


Cuando nos invade una impresión de estancamiento y de confusión,
Lo mejor es distanciarse otra vez,
Concederse el tiempo de reflexionar y de recordar el objetivo de conjunto:
¿Qué es lo que nos hará verdaderamente felices?
A continuación, debemos reformular nuestras prioridades sobre esta base.



         Tuve una visión, o un sueño, aunque estaba seguro de no estar dormido, en el que me veía entrando en la sala de un templo, lleno de estatuas y figuras de Buda, apenas iluminada por unos tenues rayos de sol, que se colaban por unas vetustas ventanas cubiertas de tela. En el centro de la estancia, había un anciano monje, sentado sobre un amplio sillón. Al entrar hice una reverencia, y me acerqué para entregarle un sobre lacrado, dirigido a él, que me había dado mi propio Maestro, a modo de recomendación. Luego, me senté ante él en el suelo, a cierta distancia, sin decir nada. El anciano Maestro abrió el sobre y sacó la carta sin mediar palabra alguna. La estuvo observando y levantó la mirada hacia mí. Una mirada profunda, serena y cristalina me traspasó por un momento, y luego volvió a posarse en la carta. Durante un largo rato, volvió a repetir el mismo gesto, una y otra vez: miraba el papel y, luego, alzaba la vista para observarme. Comencé a sentirme algo nervioso e incómodo. Sentía miedo de que no me aceptara o que me reprendiera por algo. Quizá se trataba de una prueba, y yo no era capaz de superarla. Aun así, permanecí tranquilo y callado, aunque algo expectante, mientras el anciano Monje leía la carta.            

Al cabo de un rato, entornó algo los ojos y me devolvió el pliego de papel con una ligera sonrisa. Lo tomé y, sin poderlo evitar, lo miré: era un papel en blanco en el que solo había un pequeño sello de tinta roja. No había nada escrito. Algo me sobrecogió por dentro; durante todo este tiempo, el anciano Maestro no había estado leyendo nada. Viendo mi estupor, me dijo: “Tu eres como yo. Somos en realidad la misma cosa. Trata de ser feliz. Si tu lo eres, yo también lo seré”....


A medida que penetramos por nuestra propia voluntad
En cada zona de miedo,
Cada zona de debilidad y de inseguridad en nosotros mismos,
Descubrimos que sus muros están hechos de mentiras,
De viejas imágenes de nosotros mismos,
De miedos muy antiguos y de falsas ideas de qué es puro
Y de qué no lo es.



         Un ligero ruido a mi izquierda me hizo abrir los ojos. Una pequeña ardilla se había acercado hasta escasos veinte centímetros de mis pies y me miraba fijamente. No me atrevía casi a moverme, para no asustarla. Pero ésta, lejos de mostrarme miedo, se me subió a la zapatilla. Me aventuré a extender ligeramente mis dedos en su dirección, seguro de que saldría corriendo. Para mi creciente asombro, comenzó a olisquear mis dedos y acto seguido se subió a mi mano. Me miraba fijamente con sus ojillos redondos, moviendo sus largos bigotes, mientras emitía unos chirridos, como si estuviera hablándome... ¡Me costaba creerlo! No puedo describir esa sensación con palabras. Apenas unos momentos después salió corriendo y se perdió entre unos matorrales, fuera del alcance de mi vista. El breve encuentro con ese pequeño y escurridizo animal, me hizo comprender y sentir muchas cosas, que de repente llenaron de luz, zonas en sombras sin respuestas, que habitaban en mi mente. Mi serenidad y tranquilidad de espíritu habían sido captadas por el animal, que seguro, como todos los animales, poseía un elevado sentido de la percepción energética.

         Esta cuestión fue el hilo conductor de mis pensamientos, que me llevaron a la primera pregunta que me plantee analizar: ¿qué me había llevado a estar finalmente aquí sentado, a miles de kilómetros de mi lugar de origen?... ¿cuáles eran las profundas razones de mi enorme interés por este país y su cultura?... ¿Porqué había elegido Shaolin, si es que lo había elegido?.... ¿Quién era yo y cuál era mi propósito en la vida?... ¿qué estaba buscando?..... Pero sobretodo, la pregunta raíz: ¿Quién era Yo?....


Intentando negar que todo cambia constantemente,
Perdemos el sentido del carácter sagrado de la vida.
Tendemos a olvidar que formamos parte indivisible
Del orden natural de las cosas.



         De alguna manera, era como si mi vida se detuviese en algún lugar del camino, un lugar atemporal, sin perturbaciones, y mi conciencia despertara a una nueva realidad. Podía pensar con una claridad sobrecogedora, sin que me asaltaran las constantes imágenes de acontecimientos y palabras, que normalmente vagan por nuestra mente, y que no hacían más que crear confusión interior. Todos los pensamientos fluían por mi mente de manera ordenada, creando conceptos, ideas y respuestas fácilmente comprensibles. Tenía respuestas que mi mente racional y analítica, podía comprender de manera clara y concisa.

         Y todo esto me estaba conduciendo irremediablemente a un plano mucho más trascendental, donde lo puramente físico, lo racional, carecía de importancia. Estaba descubriendo y comprendiendo la naturaleza íntima de las cosas, sin la intervención de la mente racional. Entendía que la impermanencia de las cosas, de todas las cosas, era el camino que conducía a la verdad pura. ¿Era eso la verdad?...¿Acaso existía alguna verdad absoluta?... No, hasta esto era impaermanente. Esta claridad de pensamiento, ¿era esto un estado de iluminación? Cada respuesta, por muy clarificadora que fuera, me llevaba siempre a otra pregunta. Ese proceso se hacía interminable. Y cada vez era más intenso y rápido, más complejo y enriquecedor, aunque mi mente limitada, no era capaz de asimilar todo eso.

         De repente, todo ese proceso mental se detuvo en silencio, se diluyó en mi espacio interior y pasé a ser un mero observador de todo lo que sucedía interiormente. Ese algo superior a tu propia mente, tomó conciencia del todo... incluso del hecho de tomar conciencia de la conciencia… Y eso supuso una liberación extraordinaria... La mente separada de todo lo demás dejó de existir. Era como el estado previo a dormirte; es imposible saber en qué momento ocurre si estás pendiente de que ocurra. Cuando dejas fluir y te dejas llevar, simplemente ocurre.

         Buscar la verdad absoluta era como pretender alcanzar el horizonte. Siempre estaría lejos. No era esa la verdad. Era solo una imagen mental, un concepto subjetivo. La verdad es tan simple, que la tenía delante de mi, detrás, a mi lado, estaba sentado sobre ella, y al mismo tiempo me envolvía con su invisible manto; constituía mi aliento, y al mismo tiempo, era siempre inalcanzable. Si quería atraparla en mi pensamiento, desaparecía, era otra cosa. Corría a mi alrededor en forma de hormiga, o caía al suelo como una hoja mecida por la brisa. La verdad, era mis dedos jugando con una simple brizna de hierba. La verdad es ese instante momentáneo de felicidad. Pero también lo es la búsqueda de esa felicidad. En definitiva, la verdad pura y última de las cosas, es su existencia en si misma, es tan simple y complejo a la vez. La verdad es la experiencia de la vida misma.

La verdad pura, la respuesta última, vendría cuando el proceso mental de la búsqueda se detuviera, en un espacio interior, como al que había llegado mi mente aquí, en este momento. Y esa verdad es como un relámpago, que solo existe en el momento preciso en que se manifiesta. Todo lo demás, serán conjeturas ‘acerca’ del fenómeno, acerca de la verdad. Y cada relámpago es único e irrepetible. No existen dos iguales. La vida es lo mismo, cada instante es único e irrepetible. Solo hay que despertar la capacidad de poder verlo, ... Y disfrutar de ello. Hay que despertar esa conciencia y aprender a mirar y vivir de otra manera. Pero si solo prestamos atención al trueno que sigue siempre al relámpago, nuestra experiencia será muy pobre y carente de todo progreso. En definitiva, la verdad podía consistir simplemente en comprender la naturaleza íntima de las cosas. Y ese proceso de comprensión, requería necesariamente un camino de interiorización espiritual, un estado, en el que quizás yo me encontraba ahora, y que no era, ni mucho menos, la meta, el final. Y aún así, en posteriores ocasiones, me preguntaba, si esa comprensión, ese conocimiento o ese despertar, era realmente tan valioso como yo lo sentía y entendía....

         Me encontraba allí sentado, viendo, sintiendo el suave e incesante discurrir de la vida a mi alrededor. Las hormigas que caminaban junto a mi pie, tenían el mismo valor que yo mismo; mi racionalidad no me hacía ser superior en nada. No eran ni más importantes, ni menos. Formaban parte de la vida, de la existencia. Eran la vida misma, igual que yo. Me veía como una parte infinitesimal del universo, pero ahí estaba. Y al mismo tiempo, yo mismo era todo el universo. Mi existencia era importante para el mundo, igual que el  mundo lo era para mí. Ambas cosas eran en realidad una sola cosa. La unidad, la armonía entre todas las cosas, esa era la respuesta a mi pregunta sobre mi Yo absoluto.


Si supiéramos que esta tarde nos quedaremos ciegos,
Echaríamos una mirada nostálgica,
Una verdadera última mirada a cada brizna de hierba,
A cada formación de nubes, a cada mota de polvo,
A cada arco iris, a cada flor, a cada gota de lluvia, ... A todo.

Pema Chödrön


         La pregunta del porqué y para qué, dejó de ser relevante desde ese mismo momento. Me había liberado momentáneamente de ese deseo, por otro lado natural, de querer saber acerca de la razón de las cosas. Era como cuando pelas una cebolla; quitas una capa tras otra, y al final del todo, no hay nada. El centro de la cebolla es la “no-cebolla”. Y sin embargo, solo puede existir, si existe su envoltura, la cebolla. Nuestra naturaleza íntima es igual, hay que quitarle cosas, hasta que no quede nada al final. Hay que pelar el “Yo”, hasta que no quede nada, hasta que solo exista el “No-Yo”. Esa ‘nada’ será la verdad....

         Poco a poco fue floreciendo, madurando la idea de que, lo que constituía finalmente el objetivo de mi búsqueda, no era otra cosa que la disponibilidad del alma, de la conciencia. Una capacidad, un arte secreto que me permitía comprender en cualquier momento, en medio de la vorágine de la vida, la idea de la unidad, de la armonía.
         Y esa vida era como un río compuesto por mí, por todas las personas que pasaron por mi vida. Y todas esas experiencias, las emociones, el dolor y sufrimiento, la alegría y el amor, formaban parte del río. Y toda esa agua que llevaba, fluía, sufría, lloraba, se reía, y se precipitaba hacia unas metas; muchas metas en realidad; lagos, cataratas, remansos, rápidos, el mar.... Y todas esas metas eran alcanzadas y superadas. A cada una le sucedía otra nueva, y el agua se evaporaba y subía hacia el cielo, convirtiéndose en lluvia, que se precipitaba al suelo, dando origen a fuentes, nacimientos, arroyos, ríos, que volvían a reanudar su curso hacia el mar... Así era la vida misma, y nosotros solo éramos una pequeña parte de ella.

         Estaba tan absorto en mis pensamientos, que apenas me percaté de la presencia de mi pequeña amiga, la ardilla, que había regresado junto a mí. Era sin duda alguna la misma, salvo que en esta ocasión portaba algo en su boca. Era una nuez. Se acercó aún más a mi, hasta quedar al alcance de mi mano. Traté de establecer una comunicación con el animal, porque estaba seguro que me entendía. Y para ello no necesitaba palabras. Para mi sorpresa, la pequeña ardilla dejó caer la nuez que llevaba, delante de mis pies, y se retiró algunos pasos. Pensé que se había asustado de mí al extender mi mano hacia ella, o que quería establecer algún tipo de juego conmigo. Permaneció durante unos instantes a la expectativa, observándome con sus vivos ojillos redondos, mientras se alzaba sobre sus patas traseras. Poco después, volvió a acercarse, emitiendo unos graciosos chirridos, y tomó de nuevo la nuez en su boca. Acto seguido se subió a mis pies y dejó caer el fruto en mi mano, aún extendida. ¡Me quedé helado!

         Un intenso escalofrío recorrió toda mi espalda, y me llegó a lo más profundo de mi ser, estallando allí como un globo de millones de diminutas burbujas. La intensa felicidad y emoción que me inundó el alma, el corazón y toda mi existencia, me hizo llorar. Pero lloraba de alegría. Este pequeño roedor me ofrecía un fruto, que seguramente había ido a recoger expresamente a algún lado. Este gesto era sin duda de ofrecimiento hacia mí. Acepté ese valioso obsequio con enorme gratitud, mientras con la mano acariciaba suavemente la cabeza de mi pequeña amiga. Creo, sin lugar a dudas, que este es el mejor regalo que jamás nadie me ha ofrecido. No necesito ni quiero comprender la razón de esto. Simplemente fue así. La pequeña ardilla se quedó un buen rato jugueteando por allí, e incluso se atrevió a subirse a mi hombro y cabeza. Luego se marchó igual que apareció. Fue una de las mejores experiencias de mi vida, por la que había valido la pena venir hasta aquí....

         La naturaleza me había regalado este momento tan grande, tan lleno de significado y sabiduría. Tan inexplicable, a los ojos de los que no quieren ver, cegados por su propia esencia egoísta de supremacía. Fue un verdadero instante de felicidad, un reluciente y poderoso relámpago, con una intensidad inusitada, que iluminó por completo todos los rincones de mi ser. Había ‘despertado’....


La verdadera espiritualidad consiste también en ser consciente del hecho de que,
Si una relación de interdependencia nos liga a cada cosa y a cada ser,
El menos de nuestros pensamientos, palabras o acciones
Tendrá repercusiones reales en el universo entero.

Sogyal Rinpotché


         Me quedé allí, sentado, simplemente contemplando todo lo que me rodeaba, sin que mi mente racional interviniera de alguna forma. Los pensamientos comenzaron a acudir a mi de manera ordenada, tranquila y con una lucidez antes desconocida por mi. Empezaba a comprender la trayectoria que, muchos años atrás, me había llevado a emprender este viaje, y que finalmente me había conducido a Shaolin, y como consecuencia última, hacia mí mismo. De alguna manera, había sido un largo viaje, iniciado treinta años atrás, y que me había conducido hacia mi propio interior. Había llegado al final de una etapa de mi vida, y a partir de aquí, muchas cosas serían diferentes. Y no porque las cosas hubiesen cambiado, no. Fuera de mi, todo seguía igual. Era mi manera de verlo, lo que había cambiado. No era ni mucho menos mi meta lo que había alcanzado. Hacía tiempo que había prescindido el alcanzar horizonte alguno. Y el camino no había sido fácil; todo lo contrario. Han sido necesarios muchos momentos de frustración, sufrimiento y dolor, para llegar hasta aquí. Y Shaolin, el Kung-fu, el Taiji, las experiencias, mis Maestros, amigos, familiares y alumnos, y hasta yo mismo, habíamos sido meros vehículos de aprendizaje, sin los cuales, no existiría este preciso momento de liberación.

         Llegué a la conclusión, de que no existen los Maestros, tal y como los entendemos en occidente, sino que somos nosotros mismos, los que con nuestra capacidad de comprensión y asimilación les damos forma existencial. El Maestro solo existe para sí mismo, y para los que son capaces de aprender de él, sin que este enseñe nada.

         Sin duda habían transcurrido algunas horas desde que me senté en este plácido rincón del pequeño templo. Un punzante dolor en mi rodilla lesionada, me devolvió a un estado de conciencia más ‘terrenal’. Y fue en ese momento, cuando me di cuenta de que ya no estaba solo, aunque en esta ocasión no se trataba de mi pequeña amiga, la ardilla. Había un anciano monje arreglando algo en un pequeño huerto de uno de los patios. Su indumentaria no dejaba lugar a dudas, era un monje. No podría precisar el tiempo que llevaba ahí, trabajando en la tierra, pues parecía no emitir sonido alguno. En cualquier caso no me había molestado en absoluto. Decidí levantarme y presentar mis respetos. Cuando me vio ponerme de pie y dirigirme hacia él, me saludó con el gesto de su mano. Me acerqué a él y le saludé con el tradicional gesto budista, a lo que sin sorprenderse lo más mínimo, respondió de igual manera. Presentándome con  mi nombre chino, traté de entablar una conversación con el monje, y para mi propia sorpresa, no me fue muy complicado; las palabras parecían salir por si mismas, como si yo fuese en parte un mero oyente de lo que decía. Averigüé su nombre y ocupación, que no era otra que la de cuidar del lugar en el que vivía desde hacía más de veinticinco años. A pesar de que parecíamos entendernos perfectamente, o al menos con cierta fluidez, eché de menos a Yan, para que me tradujera algunas cosas de las que me decía.     
Intuía que este anciano poseía mucha información sobre Shaolin y este lugar, lo que me interesaba bastante. A pesar de la dificultad del idioma, parecía que, de alguna manera, existía una comunicación no verbal que nos permitía conectar y entendernos lo suficiente. Esta curiosa impresión ya la experimenté en una ocasión, mientras mantuve una profunda y distendida conversación con el gran Maestro Shaolin, Shi Xing Hong, durante un almuerzo, con motivo de su estancia en mi escuela en España para dirigir un curso.
         El anciano monje con el que estaba hablando, se llamaba Shi Youn Shou, (no estoy del todo seguro) y vivía en este lugar desde hacía 25 años. Se encargaba de cuidar el pequeño templo, sus jardines y el pequeño huerto. Es lo que pude comprender de nuestra charla, siempre en un tono amable y distendido. Le hice comprender que yo practicaba Kung-fu Shaolin, y el me contestó que lo sabía. También él lo practicaba desde niño. Me hacía referencias a que ya nos había visto antes, cuando estuvimos aquí, hace una semana para hacer las fotos. Y yo también tenía la vaga impresión de haberle visto antes, pero no recordaba donde ni cuando... 

         Debía de tener unos setenta o setenta y cinco años, pero se le veía muy fuerte. Su rostro, curtido por el sol, dejaba ver las arrugas del tiempo, pero aun así, parecía emitir una extraña y reconfortante paz y tranquilidad
Sus ojos brillaban con la serenidad de una profunda sabiduría. En cierto momento, me comentó que si yo era monje Shaolin, una pregunta que no lograba entender del todo. Él insistía, hasta que me di cuenta que no me lo preguntaba; ¡Lo estaba afirmando!....creía que yo era un monje! Repetía varias veces la palabra “foo”, que significa Buda en chino, mientras me señalaba. Me reí, y le traté de hacer comprender que no. Pero él me indicaba, señalándome el pecho, que lo era ‘dentro’, en el corazón. No lograba entenderlo del todo, o más bien, no quería entenderlo del todo. Yo no era monje, ni mucho menos un Buda.... Aunque si he de ser sincero, esa afirmación tan insistente, me dio mucho que pensar.

         Nuestra conversación llegó al tema Shaolin y el Kung-fu. Yo le comentaba que practicaba Kung-fu desde hacía casi 30 años, pero que ahora estaba lesionado. Aún así, le esbocé ligeramente movimientos de algunas de las formas más importantes de Shaolin, que reconoció al instante. No sabría decir quien mostraba más entusiasmo de los dos, pero el hombre, en un momento dado, me realizó dos formas, que me dejaron con la boca abierta. Se trataba de antiguas formas del Xinyiba. Aunque sus movimientos ya no tenían la agilidad de la juventud, eran poderosos y muy precisos. Se notaba que eran formas antiguas, que desarrollaban el trabajo interior de manera claramente visible. Ya quisiéramos muchos de nosotros trabajar a ese nivel, teniendo en cuenta la edad de este hombre. Aun así, se mostraba en todo momento humilde, queriendo compartir, que no mostrar sus conocimientos. En nuestro país sería un auténtico fenómeno, un Maestro de Maestros, pero seguro que no sería feliz. Aquí debía tener todo lo que necesitaba para vivir en paz. Me di cuenta la de cosas superfluas que tenemos en nuestra sociedad....

         Yo estaba entusiasmado con la amabilidad y los conocimientos de este anciano monje, y de buena gana me hubiese quedado allí horas, días enteros escuchándole. Aprendí muchas cosas de este verdadero Maestro. Pero el día estaba tocando su ocaso, y muy a pesar mío, tenía que regresar a Dengfeng, así que nos despedimos, a pesar de todo, de muy buen agrado, sabiendo que el tiempo había sido aprovechado plenamente. No sentía tristeza, ni nada parecido, a pesar de que, como ya dije antes, me hubiese gustado quedarme aquí. Al contrario, en mi corazón llevaba un equipaje de alegría, de conocimiento y serenidad de espíritu. Dije adiós a mi pequeña amiga, la ardillita, que aunque no estaba a la vista, intuía que me estaba observando desde algún lugar. Mi profundo agradecimiento también iba para ella. Conmigo, en algún rincón de mi corazón, llevaba una pequeña parte de este lugar, que me había llenado tanto. Pero también sabía que algo de mi, se quedaba para siempre en este pequeño refugio de mi alma, donde me había desprendido de parte de mi mismo. Quizás esa parte desde siempre perteneció a este lugar, a esta tierra....




Cada etapa es un avance considerable hacia la plenitud
Y la satisfacción profunda.
Todo viaje espiritual es como ir de valle en valle:
La travesía de cada uno de sus pasos

Nos revela un paisaje aún más esplendoroso que el anterior.