El refugio del alma...
Muchas horas de reflexión profunda, unidas a
un cúmulo de experiencias a todos los niveles, me llevaron a la imperiosa
necesidad de encontrar un momento de verdadero aislamiento y soledad, en la que
poder meditar sobre todo ello. Sentía esa imperiosa llamada desde mi interior,
desde el mismo día en que visitamos por primera vez la pagoda del pequeño
templo Fawang-Si de la montaña. De alguna manera, este pequeño lugar había
despertado algo profundo en mí y me había atrapado en él.
Y ahora, creía o sentía que
había llegado la hora o el momento, de dar un paso significativo hacia mi
interior. Era el momento de despertar algo que llevaba muy en mi alma. Algo
que, posiblemente, podría producir un profundo cambio en mí como persona, pero
que no me asustaba afrontar, porque intuía que era para bien. Era un punto de
inflexión en mi vida, quizás un retorno a mis verdaderas raíces espirituales, y
un punto, donde encontraría respuestas... o quizás otras preguntas.
Decidí ir caminando, ya que
la distancia desde la ciudad no me parecía excesiva, como para no poder
hacerlo. Sería al mismo tiempo, una excelente forma de calmar mi mente,
mientras paseaba. Dejé a los demás del grupo, en el hotel, justo después del
almuerzo, y sin decirles nada, me encaminé hacia la montaña. Para ello tenía
que atravesar media ciudad, pero eso me suponía un agradable paseo. No pensaba
en la distancia que tenía por delante, que a lo sumo podían ser unos siete u
ocho kilómetros, sino que ponía mi mente en todo lo que me rodeaba a cada instante.
Además, no tenía prisa alguna por llegar, ni horarios ni tiempos que cumplir.
Recordaba sin dificultad el camino a seguir;
siempre se me ha dado muy bien la orientación, hasta tal punto que siempre
recuerdo los lugares donde he estado, aunque solo sea una vez. Los puedo volver
a encontrar sin dificultad alguna. Jamás me he perdido en ninguna ciudad
grande, y no me iba a perder ahora aquí. En cualquier caso, no era una idea que
vagara por mi mente. Atravesaba las amplias avenidas y calles de Dengfeng con
paso tranquilo, saboreando cada momento. Alguna gente del lugar me miraba con
notoria curiosidad. No era muy habitual ver a un extranjero por las calles de
esta ciudad. Yo me sentía, de alguna manera, extraño, entre tanta gente tan
distinta, en apariencia, a mí. Otro idioma, que desconocía bastante, otra
cultura, que aunque no me era del todo ajena, si era distinta a la mía. Todo
era distinto, diferente en su manera de vivirlo, no en su esencia. Y esa
sensación no hacía más que incrementar mi interés por todo lo que me rodeaba.
Mis instintos estaban a flor de piel. Entré en un par de pequeñas tiendas y
grandes establecimientos para comprar agua, y algún helado, aunque la razón
verdadera era la simple curiosidad y mi deseo de entablar conversación con los
lugareños.
En apenas cuarenta minutos ya
estaba en las afueras de la ciudad, caminando por la ribera del río que
atravesaba de norte a sur la pequeña urbe. Hacía mucho calor, aunque era
soportable. Me crucé con uno de esos pequeños cacharros motorizados que hacían
de taxis, y el conductor me preguntó si me llevaba. Estuve tentado de aceptar,
pero algo en mi interior me empujaba a seguir caminando. Tenía que ir a pie.
Simplemente debía ser así. Le contesté que no gracias, con mi limitado chino, y
el hombre, a pesar de mi negativa, se entusiasmó tanto que me siguió un buen
trecho, hablándome como si yo le entendiera perfectamente. Yo me reía un montón
y el hacía lo propio. Al final logré decirle, o hacerle entender que ahora no
le necesitaba, que quizás a la vuelta. No sé lo que debió entender exactamente,
pero se paró en una de las casas que había a pie de carretera y me saludó
efusivamente.
Casi una hora más tarde había alcanzado la entrada al
templo. Los vigilantes del puesto de control de la carretera de acceso me
recordaban perfectamente y me saludaron amistosamente… La entrada al recinto,
creo recordar que costaba unos 10 Yuan. Siempre guardo las entradas de los
lugares que visito (y no sé muy bien porqué), y luego pude comprobar la
numeración correlativa con las entradas de hacía una semana atrás. Eso
significaba que nadie después de nosotros había visitado el lugar. El encargado
de las visitas al templo me estaba esperando. Supongo que los otros le pusieron
sobre aviso de que iba a llegar alguien, un Laowai extraño. Fue muy amable, ya
que no me molestó en ningún momento durante mi permanencia en el sitio.
Como la vez anterior, el
interior del recinto del templo estaba totalmente tranquilo y silencioso. Yo
era el único visitante en esos momentos. En un primer instante, no sabía
exactamente a dónde dirigirme, ni lo que quería hacer. Me acerqué a observar
detenidamente la gran estructura de la pagoda. Parecía bastante nueva y bien
conservada, a pesar de su antigüedad.
Detrás de la misma se hallaba la sala con el Buda. Me dirigí hacia allí.
Tampoco había nadie. Cogí tres varillas de incienso que había sobre un montón,
y las encendí en una de las velas del pequeño altar. Seguidamente, las ofrecí,
de corazón a Buda, colocándolas en un recipiente especial para tal efecto. Hice
las tres reverencias preceptivas y di las gracias por permitirme estar allí.
Nuevamente salí fuera, a la
entrada del pequeño edificio. No tenía muy claro que iba a hacer, si es que
tenía algo que hacer. Simplemente me limité a sentirme allí, a disfrutar del
sitio y del momento presente.
Finalmente me senté a un lado
de la puerta de entrada, justo junto al tronco de un gran y vetusto árbol, que
me proporcionaba una fresca y agradable sombra. Las vistas eran espléndidas.
Delante de mis ojos tenía los jardines rodeando la base de la gran pagoda. A lo
lejos, abajo en el valle, podía vislumbrar parte de la ciudad. A mi derecha,
una escarpada ladera poblada densamente por viejos pinos y otra vegetación,
mientras que a mi izquierda, y entre las ramas, podía ver otra parte de la
majestuosa montaña, con una sonora cascada asomando entre la vegetación. Me
sentía extrañamente eufórico y tranquilo a la vez. El aire era limpio, sin el
más leve atisbo de contaminación. Tenía la impresión de que revoloteaba a mi
alrededor, envolviéndome con su suave y cálida brisa.
Me percaté entonces de las
enormes hormigas que caminaban por el suelo a mi alrededor. ¡Vaya!... Si alguna
de ellas se me subía encima, me llevaría un buen susto. Tenían un aspecto
impresionante de verdad, calculo que medían unos tres centímetros. Seguro que
no picaban, sino que mordían directamente o sabían dar patadas, que a lo mejor
hasta sabían “Kung-fu hormiguero!...”. Me sonreí con mis propios pensamientos
en broma, pero lo cierto, es que nunca había visto algo así. Afortunadamente,
ninguna se aventuró a subirse por mis zapatillas, cosa que agradecí bastante
aliviado. Parecía que pasaban de mi, e iban a lo suyo. Claro, es que eran
hormigas chinas!...
Y mi mente se evaporó, se
perdió en el insondable abismo de mi interior, en busca de respuestas....
Respuestas...
Y de repente, la sensación de
unirme en un solo ser, en un solo Yo absoluto e inabarcable, me inundó cada
poro de mi piel, con la impresión de haberme encontrado con una parte de mí que
me faltaba. Un estado iluminado de la mente o de la no-mente, del no-Yo, me
hacía comprenderlo todo desde la nada. Al mismo tiempo, era la sensación de
romper con algunas cadenas que me mantenían atado a otra realidad subjetiva.
Había roto el cristal, a través del que siempre había estado mirando el mundo y
la vida, y que en ocasiones no me dejaba ver la realidad impermanente de las
cosas, porque, en verdad lo que estaba mirando era el cristal, y no lo que
había detrás. Fue como abrir una nueva ventana a mi alma, a mi conciencia, y por
ella veía las cosas de otra manera.
Con meridiana claridad
comprendía conceptos que antes solo intuía. Comprendí que un secreto estaba en
el control consciente de las pasiones, del deseo, a veces ilimitado. En el
control de mi mente. Cuando consigues no enfadarte, ni sentir apego, ni
envidia, ni celos, ni vanidad, cuando destruyes tu orgullo, tu avaricia, y te
deshaces de las emociones negativas, entonces solo queda paz y alegría. El
camino hacia la felicidad. Y no importa en el estado en que te encuentres.
Tendrás una sonrisa que sale del alma. Es un estado de iluminación, que alguna
gente puede percibir en ti, aunque no sabe explicarlo. Y ese estado de armonía
se apoderó, durante fugaces instantes de todo mi ser, encendiendo en mi
interior una poderosa llama...
Cuando nos invade una impresión de estancamiento y de
confusión,
Lo mejor es distanciarse otra vez,
Concederse el tiempo de reflexionar y de recordar el
objetivo de conjunto:
¿Qué es lo que nos hará verdaderamente felices?
A continuación, debemos reformular nuestras prioridades
sobre esta base.
Tuve una visión, o un sueño,
aunque estaba seguro de no estar dormido, en el que me veía entrando en la sala
de un templo, lleno de estatuas y figuras de Buda, apenas iluminada por unos
tenues rayos de sol, que se colaban por unas vetustas ventanas cubiertas de
tela. En el centro de la estancia, había un anciano monje, sentado sobre un
amplio sillón. Al entrar hice una reverencia, y me acerqué para entregarle un
sobre lacrado, dirigido a él, que me había dado mi propio Maestro, a modo de
recomendación. Luego, me senté ante él en el suelo, a cierta distancia, sin
decir nada. El anciano Maestro abrió el sobre y sacó la carta sin mediar
palabra alguna. La estuvo observando y levantó la mirada hacia mí. Una mirada
profunda, serena y cristalina me traspasó por un momento, y luego volvió a
posarse en la carta. Durante un largo rato, volvió a repetir el mismo gesto,
una y otra vez: miraba el papel y, luego, alzaba la vista para observarme.
Comencé a sentirme algo nervioso e incómodo. Sentía miedo de que no me aceptara
o que me reprendiera por algo. Quizá se trataba de una prueba, y yo no era
capaz de superarla. Aun así, permanecí tranquilo y callado, aunque algo
expectante, mientras el anciano Monje leía la carta.
Al cabo de un rato, entornó algo los ojos y me devolvió
el pliego de papel con una ligera sonrisa. Lo tomé y, sin poderlo evitar, lo
miré: era un papel en blanco en el que solo había un pequeño sello de tinta
roja. No había nada escrito. Algo me sobrecogió por dentro; durante todo este
tiempo, el anciano Maestro no había estado leyendo nada. Viendo mi estupor, me
dijo: “Tu eres como yo. Somos en realidad la misma cosa. Trata de ser feliz. Si
tu lo eres, yo también lo seré”....
A medida que penetramos por nuestra propia voluntad
En cada zona de miedo,
Cada zona de debilidad y de inseguridad en nosotros
mismos,
Descubrimos que sus muros están hechos de mentiras,
De viejas imágenes de nosotros mismos,
De miedos muy antiguos y de falsas ideas de qué es puro
Y de qué no lo es.
Un ligero ruido a mi
izquierda me hizo abrir los ojos. Una pequeña ardilla se había acercado hasta
escasos veinte centímetros de mis pies y me miraba fijamente. No me atrevía
casi a moverme, para no asustarla. Pero ésta, lejos de mostrarme miedo, se me
subió a la zapatilla. Me aventuré a extender ligeramente mis dedos en su
dirección, seguro de que saldría corriendo. Para mi creciente asombro, comenzó
a olisquear mis dedos y acto seguido se subió a mi mano. Me miraba fijamente
con sus ojillos redondos, moviendo sus largos bigotes, mientras emitía unos
chirridos, como si estuviera hablándome... ¡Me costaba creerlo! No puedo
describir esa sensación con palabras. Apenas unos momentos después salió
corriendo y se perdió entre unos matorrales, fuera del alcance de mi vista. El
breve encuentro con ese pequeño y escurridizo animal, me hizo comprender y
sentir muchas cosas, que de repente llenaron de luz, zonas en sombras sin
respuestas, que habitaban en mi mente. Mi serenidad y tranquilidad de espíritu
habían sido captadas por el animal, que seguro, como todos los animales, poseía
un elevado sentido de la percepción energética.
Esta cuestión fue el hilo
conductor de mis pensamientos, que me llevaron a la primera pregunta que me plantee
analizar: ¿qué me había llevado a estar finalmente aquí sentado, a miles de
kilómetros de mi lugar de origen?... ¿cuáles eran las profundas razones de mi
enorme interés por este país y su cultura?... ¿Porqué había elegido Shaolin, si
es que lo había elegido?.... ¿Quién era yo y cuál era mi propósito en la
vida?... ¿qué estaba buscando?..... Pero sobretodo, la pregunta raíz: ¿Quién
era Yo?....
Intentando negar que todo cambia constantemente,
Perdemos el sentido del carácter sagrado de la vida.
Tendemos a olvidar que formamos parte indivisible
Del orden natural de las cosas.
De alguna manera, era como si
mi vida se detuviese en algún lugar del camino, un lugar atemporal, sin
perturbaciones, y mi conciencia despertara a una nueva realidad. Podía pensar
con una claridad sobrecogedora, sin que me asaltaran las constantes imágenes de
acontecimientos y palabras, que normalmente vagan por nuestra mente, y que no
hacían más que crear confusión interior. Todos los pensamientos fluían por mi
mente de manera ordenada, creando conceptos, ideas y respuestas fácilmente
comprensibles. Tenía respuestas que mi mente racional y analítica, podía
comprender de manera clara y concisa.
Y todo esto me estaba
conduciendo irremediablemente a un plano mucho más trascendental, donde lo
puramente físico, lo racional, carecía de importancia. Estaba descubriendo y
comprendiendo la naturaleza íntima de las cosas, sin la intervención de la
mente racional. Entendía que la impermanencia de las cosas, de todas las cosas,
era el camino que conducía a la verdad pura. ¿Era eso la verdad?...¿Acaso
existía alguna verdad absoluta?... No, hasta esto era impaermanente. Esta
claridad de pensamiento, ¿era esto un estado de iluminación? Cada respuesta,
por muy clarificadora que fuera, me llevaba siempre a otra pregunta. Ese
proceso se hacía interminable. Y cada vez era más intenso y rápido, más
complejo y enriquecedor, aunque mi mente limitada, no era capaz de asimilar
todo eso.
De repente, todo ese proceso
mental se detuvo en silencio, se diluyó en mi espacio interior y pasé a ser un
mero observador de todo lo que sucedía interiormente. Ese algo superior a tu
propia mente, tomó conciencia del todo... incluso del hecho de tomar conciencia
de la conciencia… Y eso supuso una liberación extraordinaria... La mente
separada de todo lo demás dejó de existir. Era como el estado previo a
dormirte; es imposible saber en qué momento ocurre si estás pendiente de que
ocurra. Cuando dejas fluir y te dejas llevar, simplemente ocurre.
Buscar la verdad absoluta era
como pretender alcanzar el horizonte. Siempre estaría lejos. No era esa la
verdad. Era solo una imagen mental, un concepto subjetivo. La verdad es tan
simple, que la tenía delante de mi, detrás, a mi lado, estaba sentado sobre
ella, y al mismo tiempo me envolvía con su invisible manto; constituía mi
aliento, y al mismo tiempo, era siempre inalcanzable. Si quería atraparla en mi
pensamiento, desaparecía, era otra cosa. Corría a mi alrededor en forma de
hormiga, o caía al suelo como una hoja mecida por la brisa. La verdad, era mis
dedos jugando con una simple brizna de hierba. La verdad es ese instante
momentáneo de felicidad. Pero también lo es la búsqueda de esa felicidad. En
definitiva, la verdad pura y última de las cosas, es su existencia en si misma,
es tan simple y complejo a la vez. La verdad es la experiencia de la vida
misma.
La verdad pura, la respuesta última, vendría cuando el
proceso mental de la búsqueda se detuviera, en un espacio interior, como al que
había llegado mi mente aquí, en este momento. Y esa verdad es como un
relámpago, que solo existe en el momento preciso en que se manifiesta. Todo lo
demás, serán conjeturas ‘acerca’ del fenómeno, acerca de la verdad. Y cada
relámpago es único e irrepetible. No existen dos iguales. La vida es lo mismo,
cada instante es único e irrepetible. Solo hay que despertar la capacidad de
poder verlo, ... Y disfrutar de ello. Hay que despertar esa conciencia y
aprender a mirar y vivir de otra manera. Pero si solo prestamos atención al
trueno que sigue siempre al relámpago, nuestra experiencia será muy pobre y
carente de todo progreso. En definitiva, la verdad podía consistir simplemente
en comprender la naturaleza íntima de las cosas. Y ese proceso de comprensión,
requería necesariamente un camino de interiorización espiritual, un estado, en
el que quizás yo me encontraba ahora, y que no era, ni mucho menos, la meta, el
final. Y aún así, en posteriores ocasiones, me preguntaba, si esa comprensión,
ese conocimiento o ese despertar, era realmente tan valioso como yo lo sentía y
entendía....
Me encontraba allí sentado,
viendo, sintiendo el suave e incesante discurrir de la vida a mi alrededor. Las
hormigas que caminaban junto a mi pie, tenían el mismo valor que yo mismo; mi
racionalidad no me hacía ser superior en nada. No eran ni más importantes, ni
menos. Formaban parte de la vida, de la existencia. Eran la vida misma, igual
que yo. Me veía como una parte infinitesimal del universo, pero ahí estaba. Y
al mismo tiempo, yo mismo era todo el universo. Mi existencia era importante
para el mundo, igual que el mundo lo era
para mí. Ambas cosas eran en realidad una sola cosa. La unidad, la armonía
entre todas las cosas, esa era la respuesta a mi pregunta sobre mi Yo absoluto.
Si supiéramos que esta tarde nos quedaremos ciegos,
Echaríamos una mirada nostálgica,
Una verdadera última mirada a cada brizna de hierba,
A cada formación de nubes, a cada mota de polvo,
A cada arco iris, a cada flor, a cada gota de lluvia, ...
A todo.
Pema Chödrön
La pregunta del porqué y para
qué, dejó de ser relevante desde ese mismo momento. Me había liberado
momentáneamente de ese deseo, por otro lado natural, de querer saber acerca de
la razón de las cosas. Era como cuando pelas una cebolla; quitas una capa tras
otra, y al final del todo, no hay nada. El centro de la cebolla es la
“no-cebolla”. Y sin embargo, solo puede existir, si existe su envoltura, la
cebolla. Nuestra naturaleza íntima es igual, hay que quitarle cosas, hasta que
no quede nada al final. Hay que pelar el “Yo”, hasta que no quede nada, hasta
que solo exista el “No-Yo”. Esa ‘nada’ será la verdad....
Poco a poco fue floreciendo,
madurando la idea de que, lo que constituía finalmente el objetivo de mi
búsqueda, no era otra cosa que la disponibilidad del alma, de la conciencia.
Una capacidad, un arte secreto que me permitía comprender en cualquier momento,
en medio de la vorágine de la vida, la idea de la unidad, de la armonía.
Y esa vida era como un río
compuesto por mí, por todas las personas que pasaron por mi vida. Y todas esas
experiencias, las emociones, el dolor y sufrimiento, la alegría y el amor,
formaban parte del río. Y toda esa agua que llevaba, fluía, sufría, lloraba, se
reía, y se precipitaba hacia unas metas; muchas metas en realidad; lagos, cataratas,
remansos, rápidos, el mar.... Y todas esas metas eran alcanzadas y superadas. A
cada una le sucedía otra nueva, y el agua se evaporaba y subía hacia el cielo,
convirtiéndose en lluvia, que se precipitaba al suelo, dando origen a fuentes,
nacimientos, arroyos, ríos, que volvían a reanudar su curso hacia el mar... Así
era la vida misma, y nosotros solo éramos una pequeña parte de ella.
Un intenso escalofrío
recorrió toda mi espalda, y me llegó a lo más profundo de mi ser, estallando
allí como un globo de millones de diminutas burbujas. La intensa felicidad y
emoción que me inundó el alma, el corazón y toda mi existencia, me hizo llorar.
Pero lloraba de alegría. Este pequeño roedor me ofrecía un fruto, que
seguramente había ido a recoger expresamente a algún lado. Este gesto era sin
duda de ofrecimiento hacia mí. Acepté ese valioso obsequio con enorme gratitud,
mientras con la mano acariciaba suavemente la cabeza de mi pequeña amiga. Creo,
sin lugar a dudas, que este es el mejor regalo que jamás nadie me ha ofrecido.
No necesito ni quiero comprender la razón de esto. Simplemente fue así. La
pequeña ardilla se quedó un buen rato jugueteando por allí, e incluso se
atrevió a subirse a mi hombro y cabeza. Luego se marchó igual que apareció. Fue
una de las mejores experiencias de mi vida, por la que había valido la pena
venir hasta aquí....
La naturaleza me había
regalado este momento tan grande, tan lleno de significado y sabiduría. Tan
inexplicable, a los ojos de los que no quieren ver, cegados por su propia
esencia egoísta de supremacía. Fue un verdadero instante de felicidad, un
reluciente y poderoso relámpago, con una intensidad inusitada, que iluminó por
completo todos los rincones de mi ser. Había ‘despertado’....
La verdadera espiritualidad consiste también en ser
consciente del hecho de que,
Si una relación de interdependencia nos liga a cada cosa
y a cada ser,
El menos de nuestros pensamientos, palabras o acciones
Tendrá repercusiones reales en el universo entero.
Sogyal Rinpotché
Me quedé allí, sentado,
simplemente contemplando todo lo que me rodeaba, sin que mi mente racional
interviniera de alguna forma. Los pensamientos comenzaron a acudir a mi de
manera ordenada, tranquila y con una lucidez antes desconocida por mi. Empezaba
a comprender la trayectoria que, muchos años atrás, me había llevado a
emprender este viaje, y que finalmente me había conducido a Shaolin, y como
consecuencia última, hacia mí mismo. De alguna manera, había sido un largo
viaje, iniciado treinta años atrás, y que me había conducido hacia mi propio
interior. Había llegado al final de una etapa de mi vida, y a partir de aquí,
muchas cosas serían diferentes. Y no porque las cosas hubiesen cambiado, no.
Fuera de mi, todo seguía igual. Era mi manera de verlo, lo que había cambiado.
No era ni mucho menos mi meta lo que había alcanzado. Hacía tiempo que había
prescindido el alcanzar horizonte alguno. Y el camino no había sido fácil; todo
lo contrario. Han sido necesarios muchos momentos de frustración, sufrimiento y
dolor, para llegar hasta aquí. Y Shaolin, el Kung-fu, el Taiji, las
experiencias, mis Maestros, amigos, familiares y alumnos, y hasta yo mismo,
habíamos sido meros vehículos de aprendizaje, sin los cuales, no existiría este
preciso momento de liberación.
Llegué a la conclusión, de
que no existen los Maestros, tal y como los entendemos en occidente, sino que
somos nosotros mismos, los que con nuestra capacidad de comprensión y
asimilación les damos forma existencial. El Maestro solo existe para sí mismo,
y para los que son capaces de aprender de él, sin que este enseñe nada.
Sin duda habían transcurrido
algunas horas desde que me senté en este plácido rincón del pequeño templo. Un
punzante dolor en mi rodilla lesionada, me devolvió a un estado de conciencia
más ‘terrenal’. Y fue en ese momento, cuando me di cuenta de que ya no estaba
solo, aunque en esta ocasión no se trataba de mi pequeña amiga, la ardilla.
Había un anciano monje arreglando algo en un pequeño huerto de uno de los
patios. Su indumentaria no dejaba lugar a dudas, era un monje. No podría
precisar el tiempo que llevaba ahí, trabajando en la tierra, pues parecía no
emitir sonido alguno. En cualquier caso no me había molestado en absoluto.
Decidí levantarme y presentar mis respetos. Cuando me vio ponerme de pie y
dirigirme hacia él, me saludó con el gesto de su mano. Me acerqué a él y le
saludé con el tradicional gesto budista, a lo que sin sorprenderse lo más
mínimo, respondió de igual manera. Presentándome con mi nombre chino, traté de entablar una
conversación con el monje, y para mi propia sorpresa, no me fue muy complicado;
las palabras parecían salir por si mismas, como si yo fuese en parte un mero
oyente de lo que decía. Averigüé su nombre y ocupación, que no era otra que la
de cuidar del lugar en el que vivía desde hacía más de veinticinco años. A
pesar de que parecíamos entendernos perfectamente, o al menos con cierta
fluidez, eché de menos a Yan, para que me tradujera algunas cosas de las que me
decía.
Intuía que este anciano poseía mucha información sobre
Shaolin y este lugar, lo que me interesaba bastante. A pesar de la dificultad
del idioma, parecía que, de alguna manera, existía una comunicación no verbal
que nos permitía conectar y entendernos lo suficiente. Esta curiosa impresión
ya la experimenté en una ocasión, mientras mantuve una profunda y distendida
conversación con el gran Maestro Shaolin, Shi Xing Hong, durante un almuerzo,
con motivo de su estancia en mi escuela en España para dirigir un curso.
El anciano monje con el que
estaba hablando, se llamaba Shi Youn Shou, (no estoy del todo seguro) y vivía
en este lugar desde hacía 25 años. Se encargaba de cuidar el pequeño templo,
sus jardines y el pequeño huerto. Es lo que pude comprender de nuestra charla,
siempre en un tono amable y distendido. Le hice comprender que yo practicaba
Kung-fu Shaolin, y el me contestó que lo sabía. También él lo practicaba desde
niño. Me hacía referencias a que ya nos había visto antes, cuando estuvimos
aquí, hace una semana para hacer las fotos. Y yo también tenía la vaga
impresión de haberle visto antes, pero no recordaba donde ni cuando...
Debía de tener unos setenta o
setenta y cinco años, pero se le veía muy fuerte. Su rostro, curtido por el
sol, dejaba ver las arrugas del tiempo, pero aun así, parecía emitir una
extraña y reconfortante paz y tranquilidad
Sus ojos brillaban con la serenidad de una profunda
sabiduría. En cierto momento, me comentó que si yo era monje Shaolin, una
pregunta que no lograba entender del todo. Él insistía, hasta que me di cuenta
que no me lo preguntaba; ¡Lo estaba afirmando!....creía que yo era un monje!
Repetía varias veces la palabra “foo”, que significa Buda en chino, mientras me
señalaba. Me reí, y le traté de hacer comprender que no. Pero él me indicaba,
señalándome el pecho, que lo era ‘dentro’, en el corazón. No lograba entenderlo
del todo, o más bien, no quería entenderlo del todo. Yo no era monje, ni mucho
menos un Buda.... Aunque si he de ser sincero, esa afirmación tan insistente,
me dio mucho que pensar.
Nuestra conversación llegó al
tema Shaolin y el Kung-fu. Yo le comentaba que practicaba Kung-fu desde hacía
casi 30 años, pero que ahora estaba lesionado. Aún así, le esbocé ligeramente
movimientos de algunas de las formas más importantes de Shaolin, que reconoció
al instante. No sabría decir quien mostraba más entusiasmo de los dos, pero el
hombre, en un momento dado, me realizó dos formas, que me dejaron con la boca
abierta. Se trataba de antiguas formas del Xinyiba. Aunque sus movimientos ya
no tenían la agilidad de la juventud, eran poderosos y muy precisos. Se notaba que
eran formas antiguas, que desarrollaban el trabajo interior de manera
claramente visible. Ya quisiéramos muchos de nosotros trabajar a ese nivel,
teniendo en cuenta la edad de este hombre. Aun así, se mostraba en todo momento
humilde, queriendo compartir, que no mostrar sus conocimientos. En nuestro país
sería un auténtico fenómeno, un Maestro de Maestros, pero seguro que no sería
feliz. Aquí debía tener todo lo que necesitaba para vivir en paz. Me di cuenta
la de cosas superfluas que tenemos en nuestra sociedad....
Yo estaba entusiasmado con la
amabilidad y los conocimientos de este anciano monje, y de buena gana me
hubiese quedado allí horas, días enteros escuchándole. Aprendí muchas cosas de
este verdadero Maestro. Pero el día estaba tocando su ocaso, y muy a pesar mío,
tenía que regresar a Dengfeng, así que nos despedimos, a pesar de todo, de muy
buen agrado, sabiendo que el tiempo había sido aprovechado plenamente. No
sentía tristeza, ni nada parecido, a pesar de que, como ya dije antes, me hubiese
gustado quedarme aquí. Al contrario, en mi corazón llevaba un equipaje de
alegría, de conocimiento y serenidad de espíritu. Dije adiós a mi pequeña
amiga, la ardillita, que aunque no estaba a la vista, intuía que me estaba
observando desde algún lugar. Mi profundo agradecimiento también iba para ella.
Conmigo, en algún rincón de mi corazón, llevaba una pequeña parte de este
lugar, que me había llenado tanto. Pero también sabía que algo de mi, se
quedaba para siempre en este pequeño refugio de mi alma, donde me había
desprendido de parte de mi mismo. Quizás esa parte desde siempre perteneció a
este lugar, a esta tierra....
Cada etapa es un avance considerable hacia la plenitud
Y la satisfacción profunda.
Todo viaje espiritual es como ir de valle en valle:
La travesía de cada uno de sus pasos
Nos revela un paisaje aún más esplendoroso que el
anterior.
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