Observo con
cierto grado de fascinación los movimientos del maestro, que me muestra parte
de una forma antigua. Cada gesto es como un regalo que me llena de entusiasmo,
me hace sentir extraño, con las emociones a flor de piel. Son solo movimientos
de Kung-fu, pero ejercen sobre mí, una poderosa atracción. Llevaba ya unos
meses entrenando y aprendiendo los ejercicios de base, así que el iniciar por
fin el estudio de una forma tradicional, era algo sumamente emocionante. Era descubrir
una cultura nueva, exótica y fascinante a través de la práctica del Kung-fu de
Shaolin.
El Maestro
era muy estricto y duro. Me hacía repetir incansablemente una y otra vez la
serie de movimientos, insistiendo en los detalles. Yo no comprendía muy bien
tanta disciplina, tanta dureza y sacrificio, que en ocasiones hasta me hicieron
llorar, unas veces de dolor y otras de rabia. Y en más de una ocasión pensé en
abandonar, en dejar de aprender Kung-fu y hacer cualquier otra cosa menos
sacrificada. Pero no; Al día siguiente ya estaba deseando que llegara la hora
para comenzar de nuevo. Había algo muy poderoso que me atraía, que me hacía
crecer la ilusión y me hacía sentir algo muy fuerte, muy dentro de mí. Algo que
me impulsaba, a pesar del dolor y las lágrimas, a seguir adelante. A sentir
pasión por lo que aprendía día a día, aunque solo fuera un simple movimiento
nuevo. Lo sentía con el corazón.
Mi Maestro
sonreía pocas veces, pero lo notaba satisfecho con mi esfuerzo, con mi
insistencia y afán por aprender. Y cuanto más me esforzaba, más me exigía. No lo
entendía, pero había muchas cosas que no entendía. Tenía solo 12 años. Con esa edad
no se comprenden muchas cosas. No comprendes que te están forjando tu carácter
y espíritu; Que están sacando lo mejor que llevas dentro. Que te están
señalando un camino para que tú aprendas a caminar por ti mismo. Todo el dolor,
el sacrificio y esfuerzo no eran más que herramientas de crecimiento. Era la
manera de preparar tu mente y cuerpo para que desarrollaras tus habilidades
innatas y latentes. La forma de aprender a gestionar tus emociones, tus
capacidades creativas y formarte como ser humano. Ese era el Kung-fu que mi
Maestro me estaba enseñando.
Solo muchos
años más tarde, he logrado comprender muchas de sus enseñanzas ocultas, que me
han llevado a ser quien soy y a situarme donde estoy en la vida. Solo cuando yo
mismo me he dedicado también a la enseñanza, he sentido todo lo que en su
momento me mostraba. Solo entonces logré comprender verdaderamente el valor del
esfuerzo y del sacrificio. Sentí que cada lágrima vertida, por dolor o rabia,
no hacía más que regar y nutrir la semilla que mi Maestro había plantado en la
fértil tierra de mi corazón. Una semilla fuerte, que finalmente ha hecho crecer
el árbol de mi vida; Que ha hecho posible que aún hoy, siga caminando por el
sendero de las artes marciales.
Ese es el
aspecto que hoy en día se ha perdido en occidente, la capacidad de sacrificio. Se
han desdibujado las intenciones por las que alguien –un niño- practica algún
arte marcial. Todo queda en la superficie de las apariencias, de lo superfluo,
donde lo mediocre se exalta como un éxito. Pocos niños muestran ese entusiasmo,
ese brillo en sus ojos por lo que están aprendiendo. Y pocos padres saben
valorar en su justa medida lo que un profesor o Maestro les está enseñando a
sus hijos. Hoy en día parece que todo queda relegado a la enseñanza de un
puñado de técnicas y que, todo lo filosófico que hay detrás de ellas, queda
difuminado en rituales y gestos teatrales, carentes de toda emocionalidad y
valor ético.
Y aun así,
podemos darnos con un canto en los dientes de que haya gente –niños y niñas-
practicando. Algo es algo y hay sin duda muchos que se esfuerzan. Pero falta
algo… o sobran cosas, no lo sé. Serán que los tiempos cambian. Pero hay cosas
que son lo que son…
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