sábado, 9 de abril de 2016

Caminando...

Observo con cierto grado de fascinación los movimientos del maestro, que me muestra parte de una forma antigua. Cada gesto es como un regalo que me llena de entusiasmo, me hace sentir extraño, con las emociones a flor de piel. Son solo movimientos de Kung-fu, pero ejercen sobre mí, una poderosa atracción. Llevaba ya unos meses entrenando y aprendiendo los ejercicios de base, así que el iniciar por fin el estudio de una forma tradicional, era algo sumamente emocionante. Era descubrir una cultura nueva, exótica y fascinante a través de la práctica del Kung-fu de Shaolin.
El Maestro era muy estricto y duro. Me hacía repetir incansablemente una y otra vez la serie de movimientos, insistiendo en los detalles. Yo no comprendía muy bien tanta disciplina, tanta dureza y sacrificio, que en ocasiones hasta me hicieron llorar, unas veces de dolor y otras de rabia. Y en más de una ocasión pensé en abandonar, en dejar de aprender Kung-fu y hacer cualquier otra cosa menos sacrificada. Pero no; Al día siguiente ya estaba deseando que llegara la hora para comenzar de nuevo. Había algo muy poderoso que me atraía, que me hacía crecer la ilusión y me hacía sentir algo muy fuerte, muy dentro de mí. Algo que me impulsaba, a pesar del dolor y las lágrimas, a seguir adelante. A sentir pasión por lo que aprendía día a día, aunque solo fuera un simple movimiento nuevo. Lo sentía con el corazón.
Mi Maestro sonreía pocas veces, pero lo notaba satisfecho con mi esfuerzo, con mi insistencia y afán por aprender. Y cuanto más me esforzaba, más me exigía. No lo entendía, pero había muchas cosas que no entendía. Tenía solo 12 años. Con esa edad no se comprenden muchas cosas. No comprendes que te están forjando tu carácter y espíritu; Que están sacando lo mejor que llevas dentro. Que te están señalando un camino para que tú aprendas a caminar por ti mismo. Todo el dolor, el sacrificio y esfuerzo no eran más que herramientas de crecimiento. Era la manera de preparar tu mente y cuerpo para que desarrollaras tus habilidades innatas y latentes. La forma de aprender a gestionar tus emociones, tus capacidades creativas y formarte como ser humano. Ese era el Kung-fu que mi Maestro me estaba enseñando.
Solo muchos años más tarde, he logrado comprender muchas de sus enseñanzas ocultas, que me han llevado a ser quien soy y a situarme donde estoy en la vida. Solo cuando yo mismo me he dedicado también a la enseñanza, he sentido todo lo que en su momento me mostraba. Solo entonces logré comprender verdaderamente el valor del esfuerzo y del sacrificio. Sentí que cada lágrima vertida, por dolor o rabia, no hacía más que regar y nutrir la semilla que mi Maestro había plantado en la fértil tierra de mi corazón. Una semilla fuerte, que finalmente ha hecho crecer el árbol de mi vida; Que ha hecho posible que aún hoy, siga caminando por el sendero de las artes marciales.
Ese es el aspecto que hoy en día se ha perdido en occidente, la capacidad de sacrificio. Se han desdibujado las intenciones por las que alguien –un niño- practica algún arte marcial. Todo queda en la superficie de las apariencias, de lo superfluo, donde lo mediocre se exalta como un éxito. Pocos niños muestran ese entusiasmo, ese brillo en sus ojos por lo que están aprendiendo. Y pocos padres saben valorar en su justa medida lo que un profesor o Maestro les está enseñando a sus hijos. Hoy en día parece que todo queda relegado a la enseñanza de un puñado de técnicas y que, todo lo filosófico que hay detrás de ellas, queda difuminado en rituales y gestos teatrales, carentes de toda emocionalidad y valor ético.

Y aun así, podemos darnos con un canto en los dientes de que haya gente –niños y niñas- practicando. Algo es algo y hay sin duda muchos que se esfuerzan. Pero falta algo… o sobran cosas, no lo sé. Serán que los tiempos cambian. Pero hay cosas que son lo que son…

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